Cuando
tenía 9 años me mudé a una casa en la calle 73 con carrera 9a. Había
sido la casa de mis abuelos por allá en los años 40, antes de que
mi abuelo entregara su cargo y se fuera del país. Quizá fue allí
donde retornaron después de la caída de Rojas Pinilla en el 57. Era
una casa amplia, de tres pisos, en una zona arborizada y residencial.
Cuando
tenía 9 años me fui de la casa de Teusaquillo, la casa que mi
abuelo construyó en los años 30, una casa colonial, con patio
interior, buhardilla escondida detrás de un clóset y fantasmas. Le
eché la bendición antes de partir y esa misma noche, la casa se
inundó y dañó los estuches de los vinilos de mi mamá y muchos de
sus libros. La casa, yo y los fantasmas que me le llevé teníamos un
vínculo especial. Como la señora de la pañoleta que me acompañaba
siempre que bajaba las escaleras en la noche, a quien se podía ver
por el rabillo del ojo si se hacía con atención.
La
casa de la 73 venía con sus propios fantasmas y sus propios
monstruos. En las noches, los hongos de los árboles de la calle se
volvían fosforescentes y se asomaban por las ventanas como cientos
de ojos. Esta casa tenía una buhardilla también, pero no estaba
escondida detrás de un closet sino que era amplia y accesible. Me
gustaba a veces dormir en ella y dejarme desvelar por esos ojos
anaranjados como ojos de pez, dejarme escudriñar el miedo.
En el
entretecho de esa casa habitaban colonias de palomas que me
despertaban con su currucutú todas las mañanas. Colonias de palomas
que atraían colonias de moscas inimaginables. Las bauticé según su
apariencia: la mosca araña, la mosca polilla, la mosca rana. Y la
mosca indestructible, una mosca que usted podía golpear mil veces y
no moría. Incluso saqué dotes de científica en aquellos años para
inventar un veneno que acabara con todas las moscas, pero sólo acabé
con las existencias del botiquín de mi mamá y de la despensa. Como
algunos ingredientes recuerdo la calamina, el mentolato y el aceite
de cocina. Las moscas no murieron. En cambio, la casa se llenó de un
olor nauseabundo y el veneno tuvo que ser echado por el inodoro, muy
a pesar mío. Juro que estaba a punto de llegar a alguna parte.
En esa
buhardilla tenía mi casa de muñecas que me sirvieron para planear
asesinatos, invasiones alienígenas, misterios policiacos, conflictos
sicológicos intrafamiliares. En esa buhardilla leí La cabaña del
tío Tom, las aventuras de Tom Sawyer y La historia interminable.
El
recuerdo más curioso, sin embargo, pertenece a mi cuarto. Mi cuarto
conectaba el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, la
realidad con los sueños, la lógica con lo inexplicable. Varias
noches desperté sobresaltada sintiendo que alguien caminaba sobre mí
en la cama. Varias veces vi seres oscuros, desgreñados y sin rostro
haciendo bailes frenéticos a mi alrededor. Desde mi ventana, que
daba a los tejados de la cuadra y nunca tuvo cortinas, una mañana me
asomé y vi, en el tejado, no muy lejos de mi cuarto, un cráneo
animal. Al llegar al colegio se lo conté a mi amiga. Varias veces
habíamos hablado de salirnos por mi ventana y explorar los tejados
como espías o ladrones o gatos. Pero ante esa circunstancia, la
excursión se hizo perentoria. Esa tarde fue a mi casa. No exploramos
los tejados, sólo caminamos hasta ese punto. Ahí seguía. A un par
de metros de mi ventana. Muy engrasado, muy sin carne y muy privado
del resto de su cuerpo. Era una cabeza de marrano. Recuerdo que nos
tomamos fotos con ella, se la mostramos a mi mamá y hasta
consideramos conservarla como reliquia de nuestras excursiones. Pero
luego nos dio miedo que una maldicion fuera a caer sobre nosotros y
la dejamos donde la encontramos. Imaginamos que podía pertenecer a
algún hechicero que había ido a espiarme mientras dormía y que
había olvidado ahí ese cráneo. Quizá lo necesitaría para hacer
alguna pócima. Nunca le preguntamos a los vecinos si acaso
pertenecía a ellos. Temíamos que nos privaran del derecho de
imaginar. Imaginar a un borracho desquitándose con una lechona nunca
sería comparable con la posibilidad de pensar que un hechicero me
espiaba en las noches antes de irse a hacer sus pócimas a la luz de
la luna.
Tenía
9 años cuando me pasé a esa casa. Tenía 13 cuando me fui de ahí.
Ahora que tengo casi 40 he venido a la casa que fue mi vecina, que es
ahora un Crepes & Waffles. La que fue mi casa también es
hoy un restaurante. La fachada de mi casa y de las dos adyacentes se
conserva. El color cálido del ladrillo. Los techos en punta. Las
ventanas de las buhardillas. Los dinteles curvos. Incluso los árboles
que tanto me fascinaban y me aterraban. Pero hoy los fantasmas, los
vórtex interdimensionales, el silencio en que creé fórmulas
nauseabundas, las palomas y sus pestes de moscas que tanto nutrieron
mis pesadillas y mis primeros cuentos, todo eso ha sido desterrado de
mi antiguo barrio. Como las abejas que ahora hacen sus panales en
cualquier arbusto porque sus bosques han sido talados, los seres de
sombras andan perambulando por la ciudad. Los edificios con olor a
nuevo les producen incertidumbre. Las palomas, las abejas y los
monstruos inframundanos se pelean las últimas casas habitadas que
van quedando en pie.
Cuando los niños leían o escuchaban de sus abuelos los cuentos de hadas y de brujas, emergían de su imaginación seres que fueron poblando los árboles, los tejados y los corredores oscuros de las grandes casas.
ResponderBorrarHace muchos años los niños leían y escuchaban de voz de sus padres y abuelos cuentos de hadas, árboles, brujas y animales que conversaban con ellos. También creaban, sin saberlo, seres que poblaban los corredores, los jardines, los árboles y los tejados. Aunque eran su creación les producían inquietudes y a veces hasta miedo. Pero llegaron las luces multicolores de las teles, los olores de los químicos sin dulce, el crash de las bolsas de chatarra y uuuffff… se esfumaron… tuvieron que huir a otros confines porque los niños exploradores empezaron a encontrar las cabezas de los cerdos en donde se escondían cuando la noche se cubría con un manto de luz.
Así es, Inesita. Gracias por ese texto tan hermoso. Un abrazo.
ResponderBorrarEstuve contigo de nueve años. Qué buena visita hicimos.
ResponderBorrarGracias María!
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