lunes, 9 de mayo de 2016

ESPECIAL DÍA DE LAS MADRES

Acaba de pasar el afamado y malentendido día de las madres. Y después de mucho pensar, lo único que puedo compartir con ustedes es este poema de mi autoría, el primero que comparto en este Blog. Perdonarán o fúnebre, estas fechas no me ponen muy jovial.


VUELVO
(Awaré, premio ediciones embalaje, Museo Rayo, 2009)

Vuelvo
por entre la lluvia que golpetea
con dedos fríos sobre mis hombros
cansada de hacer sonar las calles y las cosas

Vuelvo
a mi casa
y a mi madre
suspendida en el tiempo
en aquel momento en que la muerte
germina de la comisura de sus labios
con sus ramas rojas y negras

Entonces
sus huesos
se disfrazan de los muebles
de los cotidianos objetos

Los hilos que ataban
sus inhalaciones
a las cosas de esta casa
se rompieron

¿Quién puede decirme ahora
que su alma
no era una con la casa
y que la casa sin ella
no es más que un arrume
de cadáveres?

miércoles, 20 de abril de 2016

EL DIA DE GOLIAT

Hacía rato no subía nada a este blog. La verdad, estoy de trasteo. Sí, entrando al cuarto piso de mi vida y el amor me ha pegado la cachetada mas grande de mi ídem. Cachetada en el buen sentido. Y estoy mudándome a Chile. Pero en fin, aquí está. Espero que lo disfruten.



Bush lo sabía. Y la junta directiva de la NASA,  y el Pentágono y la CIA. Especialmente la CIA. Ellos eran los que tenían en su poder la máquina que había quebrado a Enigma. La habían reconstruido con los planos de Alan Turing, los mismos que habían servido para decodificar los mensajes alemanes en la Segunda Guerra y la habían adaptado a un sistema que no era con letras sino con sonidos. Largos, medianos y cortos. Y notas musicales, más parecidas a las ragas indias que al sistema occidental.
Los primeros mensajes habían sido interceptados sin querer durante la Segunda Guerra y confundidos con código morse. Luego se pensó que eran sonidos emitidos por satélites artificiales, ya en la Era espacial. Llegaron a pensar en música de las esferas. Hasta que se les ocurrió pensar que no eran ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá, sino mensajes de una civilización no terrestre.
Para comienzos de 2001, los altos mandos politicos y militares de Estados Unidos sabían quiénes emitían los mensajes. No sabían aún quién era el destinatario. Supieron que no éramos nosotros pero que la Tierra era el tema principal. Y así fue como se dieron cuenta de que íbamos a ser el blanco de un ataque terrorista. "Pearl Harbor se repite de nuevo", dijo el General Powell, Secretario de Estado. Esta vez, y era increíble pensarlo, tendrían que dejar que ocurriera, no por una estrategia militar sino por falta de recursos. Por primera vez la tierra se enfrentaba a un enemigo que no podría vencer. Y ese enemigo, lo supieron por el camino, eran los plutonianos.
La verdad es que desde los primeros mensajes que lograron decodificaron en Langley, supieron cuánto envidiaban los plutonianos a nuestro planeta. Calor, recursos, comida, agua a montones. Se veía venir. Nos querían para ellos.
Sólo veo una solución, dijo el consejero presidencial Karl Rove. Y las palabras de Rove para Bush eran sagradas. Necesitamos recursos para sobrevivir al daño que este ataque va a causarnos. Cumpliremos el sueño de Reagan.
Y de mi padre, dijo solemne George Bush Jr.
Vamos a apoderarnos de Irak, siguió Donald Rumsfeld, Ministro de defensa, mientras sorbía su café. Así tendremos acceso a más petróleo.
Y pasemos por Afganistán, dijo John Brennan, el director de la CIA. Así nos traemos un refill de opio.
¿Podemos traernos unas bailarinas?, dijo un aseador que se había quedado limpiando bajo la mesa luego de que cerraron la puerta. Todos se quedaron mirando. Brennan  sin pensarlo le metió un tiro en la frente.
Mataremos tres pájaros, dijo el General Powell, nos cagamos a Osama, colonizamos Bagdad para enseñarles un poco de civilidad a esa raza impura e inferior y nos beneficiamos del petróleo, el opio y sí, las bailarinas, como dijo él (señalando al que estaba tendido en el suelo manchando de rojo la costosa alfombra de la sala).
Nadie más lo sabía ni podía saberlo. Ni los mexicanos, ni los alemanes, ni mucho menos los árabes. Nadie sabía que los plutonianos habían escogido Nueva York para su ataque, y la habían escogido, supusieron los asistentes a esa reunión, porque habían oído de alguna manera que los humanos la consideraban la capital de La Tierra. Algo, eso sí, tenían en común los ignorantes y los conocedores: ninguno sabía cómo tenían los plutonianos acceso a toda la información geográfica y política de nuestro planeta.
Algo sería seguro: las grabaciones que se filtrarían a los medios saldrían directamente de la sala de prensa de la Casa Blanca, editadas para que en vez de naves se viera o diera para presumir que se trataba de aviones. Los harían como las filmaciones de ovnis; lo decidieron conscientes de la paradoja: los harían borrosos.
Por eso estaba el presidente en un colegio el día del ataque, leyéndoles a los niños un cuento sin percatarse de que lo sostenía al revés. Por eso se fue a jugar golf luego de eso. Le remordió la conciencia y estuvo cercano a un infarto. No por atacar a los talibanes. No por bombardear Afganistán e Irak. Pero sí por el verse vencido por un enemigo superior.
Los irakíes no lo vieron venir. Por eso nunca encontraron armas nucleares en suelo irakí. No habían tenido tiempo de armarlas y ponerlas en su sitio. Por eso terminó siendo una masacre y no una guerra. Por eso los bombardeos en colegios y mezquitas no fueron detenidos. Eso los gringos no lo vieron venir. Al final, viendo la brutalidad de los soldados americanos en el museo de Bagdad destruyendo arpas etruscas, les hizo pensar si de verdad había valido la pena la farsa. El General Powell no recordaba que las guerras agotaran tanto. Y Jeff, George senior y Georgie Junior (los Bush iban siempre en fronda) se asombraron de lo crédulos que eran los seres humanos. Se habían creído el cuento de que el impacto de dos aviones suicidas había sido suficiente para derretir el acero de los edificios más altos del mundo. La verdad es que la caída de los dos colosos fue lo único que pudieron hacer para combatir al enemigo. No sabian qué tan resistentes iban a ser las naves si las atacaban con misiles. Pero sabían que los ocupantes no podían ser tan distintos de nosotros. Las naves iban a aterrizar en las terrazas y las tropas desembarcarían ahí, tomarían las telecomunicaciones, confiscarían el dinero, tomarían rehenes y su primera condición sería plantar ahí su primera base de operaciones militares. Desde ahí y obligarían a los terrestres a entregar uno a uno a todos los dirigentes del mundo, empezando por el mismo Georgie Jr., presidente de los Estados Unidos de América, a entregar el poder.
Por eso es que justo el día anterior los Bush hicieron desalojar todo el World Trade Center para, en un operativo ultrasecreto, forrar de arriba abajo, con explosivos plásticos, los dos edificios. Los explosivos reaccionarían a control remoto. Es lo único que se ha dejado filtrar en la red. Las detonaciones. Los bomberos y los conserjes de las torres las oyeron, antes de que las torres, a su tiempo cada una, se vinieran abajo. De arriba hacia abajo, como en un edificio que va a ser demolido. Una sinfonía de tambores infernales despidiendo escombros y fuego y polvo y pedazos de carne quemada. Y no hay nadie que les ponga cuidado. Pero tampoco habrá nadie capaz de refutarlos. En pleno centro de Manhattan no podían permitir que por alguna razón, estructuras de esa magnitud y esa extensión vertical se curvaran o simplemente se incendiaran. Eso podría llevar a una catástrofe mayor. No. Había que hacerlos implosionar. Y los miles de vidas que habia ahi en ese momento, no habían sido sacrificadas en vano.
Sólo fue necesario apretar el botón con la segunda torre, no con la primera. Al parecer, los plutonianos no calcularon bien la trayectoria, o la relación velocidad-gravedad que debían atender. Chocaron. Si serían vulnerables al fuego o no, los asistentes a esa reunión clasificada se lo preguntaron, pero no había tiempo ni forma de probarlo antes de ese día.
El 11 de septiembre de 2001, dos naves impactaron las torres gemelas. La tercera se dejó caer contra el Pentágono. Nadie salió herido pero a los altos mandos les quedó muy claro que los plutonianos habían descubierto las esategia defensiva de los humanos. Sin embargo, aunque esperaron un nuevo ataque, éste no se dio.
Algunos rescatistas aseguran haber encontrado cuerpos bastante bizarros (o sea, como se llamaba originalmente en euskera a los muy barbudos, y también como se usa hoy en inglés, como extremadamente extraños). Lo cual quiere decir que sí pueden morir, como nosotros.
En 2006, la Coalición Secreta de la Tierra contra el Espacio Interestelar (Secret Coalition of Earth Against Interstellar Space, SCEAIS), que había sido fundada para combatir a los plutonianos en 2001, se reunió en acto conmemorativo, como todos los años, y todos sus miembros brindaron por el día en que la Tierra fue salvada. Lo llamaban the day of Goliath. Whisky, vodka y alguna que otra chicha iban de un lado a otro del salón y en un momento alguien dijo que debían, como un acto de agravio contra el nuevo enemigo, inventar nombres ofensivos para denominar a Plutón (fuera de Puto —que solo tiene sentido en español— y what's up Uranus —que solo tiene sentido en inglés—). Alguno de ellos, ya bastante entrado en copas, decidio llamar, medio en serio y medio en broma, a la Sociedad Mundial de Astronomía para que los nutrieran de ideas. Qué te vas a poner a llamar a ese grupo de ñoños, dijo Georgie. Pero el personaje (creo que fue el presidente de la NASA), lo hizo de todos modos. Fue entonces cuando los de la Coalición descubrieron que los investigadores de esa organización en apariencia ñoña, sin saber lo que había ocurrido el 911, estaban, por su cuenta, en un proceso de descubrimiento de lo que llamaban objetos transneptunianos, planetoides o planetas enanos que hacían parte de nuestro sistema solar y cuyas orbitas pasaban mas allá de Neptuno y del cinturón de Kuiper. Y ahí supieron que Plutón era uno de ellos. Se rieron de buena gana, no sin cierto temor, pero brindaron por el "plutino" que había hecho morir a un tercio de la población de la isla de Manhattan pero que les había ayudado a, casi, ganar Irak, el opio y las bailarinas. Hoy por hoy, en la Coalición hay quien se vanagloria por el silencio de los plutonianos. Pero hay quien dice que ellos sí cumplieron su objetivo y que en realidad están entre nosotros. Algunas hipótesis no oficiales afirman que han suplantado a las estrellas de Hollywood, lo cual tiene sentido, porque quién más que ellos tiene tanta exposición en el mundo. En alguna de las reuniones de la Coalición alcancé a oír a uno, ya ebrio (no diré nombres), asegurar: No son cirugías. Son ellos.

martes, 16 de febrero de 2016

CAMINANDO ENTRE LOS HOMBRES (BASADO EN UNA HISTORIA REAL)


Después de mucho buscar, porque no es fácil encontrar un buen cuerpo en estos días, había encontrado a esa muchachita, que con unos años más, unas cuantas sesiones de elíptica y unas limpiezas faciales, sería un bomboncito. Por ahora, tenía trece años y era aún una hija de mami. Cuando la conocí, tenía el poco mundo y la incapacidad de maldecir, propias de alguien de su edad. Iba a un colegio católico y no se subía el ruedo de la falda con cosedora como el resto de sus compañeras. Era una flacucha que no tenía amigas y se ahogaba en gimnasia. No era que digamos una obsesiva con el estudio. Pasaba raspando las materias, quizá por la simpatía que despertaba en sus profesores. Simpatía y quizá esa cierta esperanza con que miran los mentores a sus discípulos menos aventajados. La niñita se la pasaba mirando por la ventana, a ninguna parte que yo hubiera visto, sólo dejándose perder en el ramaje lejano de los arboles, o en las nubes, o qué putas voy a saber. Pero precisamente por la capacidad de la niña de no pensar en nada durante ratos tan largos, por eso, me la cogí. Sin duda, fui lo mejor que le pudo haber pasado.
Me tomó poco tiempo sentirme a mis anchas dentro de su cuerpo aún no tan corrompido por las hormonas púberes. Estuve un par de meses descansando simplemente dentro de ella- Porque una posesión no es así como así. Es como un parto, aunque para adentro. Bueno, eso en realidad es lo que siente el anfitrión. Para nosotros es como tratar de entrar a la casa por la puertica del gato. O por la chimenea. Si, como Papá Noel. Igual de artrítico y gordo, pero los regalos que va a depositar son para él mismo.
Así que lo tomé con calma. Como una diversión.
El primer truco que usé fue "por qué te estás golpeando". Ese fue un hit. La gente la miraba en la calle, en clase se reían de ella, hasta logré que la llevaran a la rectoría y la suspendieran por estarse dando puños sola en la cara, a lo Fight Club. La pobre no entendía nada. Pero al otro día ya eso había perdido la gracia. Así que probé con el de "quién puso eso ahí". Le hacía zancadilla con su propia pierna, hacía que ignorara la existencia de los escalones y de los postes... Cómo me divertí esa semana. Yo era como el hermano mayor que nunca tuve. Pero al final estaba empezando a doler y francamente tampoco soy tan huevón como para fracturarle a mi anfitrión un hueso. No me hace gracia tener que inmovilizarlos. Así que la siguiente semana probé con el de "zorrita-en-boca". Que básicamente consiste en decirle zorra a todo el que se cruce por el camino. Sabía a lo que me arriesgaba. Muchos hubieran dicho que soy un demonio kamikaze pero no me van a negar que es putamente divertido verle la cara a la gente cuando la llamas zorra de la nada. A la empleada doméstica, a la vecina que ha salido a barrer el frente, al conductor de la ruta del colegio, al señor de la droguería, al conductor de una zorra, al french poodle de la abuela. Y uno va tomando impulso, coge confiancita, termina haciéndole el chistecito a la mamá de la poseída y ella la cachetea tan fuerte que te llega a doler a ti. De todos modos, ya entrados en gastos, no quedaba otra que el "metal arameo". Comencé gritando en gutural y en arameo los nombres de los muebles, de los utensilios de cocina y las partes de la casa. Los soltaba en la mitad de una frase cualquiera. Cuando la idiota estaba en la tienda pidiendo una libra de ... SILLA!!... o hablando por celular con su Paulis del niño que... PERA MANZANAS E HIGOS o sentada a la mesa en la mitad de la cena cuando le pedía a su mamá que le pasara la CANDELABRO y todo eso en arameo suena terriblemente PUDRETE EN EL INFIERNOOOO MALDITA PERRAAA. Luego seguía con frases más largas, como la inscripción en la puerta del cielo de la Divina Comedia en latín vernáculo, la primera página de la Montaña Mágica y una propaganda de champú de los años ochenta en japonés. Me sentía como una diva en su mejor época. El climax fue cuando esta niña flacuchenta y dulzarrona que no mataba una mosca y se ahogaba en gimnasia, se transformó en Hulk en la mitad de un test de Cooper e hizo la repartición de los puños EN EL NOMBRE DE LA CABRA Y LA CHOCHA DE LA LORA Y TU PUTA MADRE QUE TE PARIO POR DETRÁS ... Amén.
Ahí creo que se me fue la mano. La niñuca fue confinada a la casa. Había dejado muy magullado el cuerpo y... pasó lo que no quería: me gané una inmovilización. Me dio tanta piedra que cada vez que se me acercaba la idiota de la mamá o el imbecil del papá, les profería los más creativos insultos en todas las lenguas que conocía (y en un par que había inventado cuando me hicieron un niño de verdad unos pandilleros hace miles de años). Para probarles que estaban cometiendo una injusticia con nosotros y que estábamos perfectamente bien, me paré de la cama y bajé las escaleras caminando en arco. Pero la culicagada, como que no estuvo muy de acuerdo con ese display de flexibilidad y gracia, pues perdió el conocimiento. Esa noche oí llorar a la cucha, mientras hablaba por teléfono y esa misma noche un tal padre Karras se presentó ante mí, frente a la cama donde nos tenían atados. Me mostró el crucifijo, que a mí me indigna, porque cuando yo era un ser humano, el sufrimiento de Chuchito no se andaba mostrando en paños menores. Así que me dio tanto coraje que fue inevitable escupirle en la cara a ese esbirro de ese falso dios. Y oía la voz de la pendejita esa, por allá en el fondo de su alma, que se apretujaba conmigo en ese cuerpo entelerido, y gemía que la liberara. ¡Cállate, maldita, cállate ya!, tuve que gritarle, y el sacerdote, sintiéndose aludido, comenzó a recitar una retahíla aburridísima, parte en latín, parte en inglés, retahíla que yo trataba de interrumpir gritándole a palabra "sándwich" en arameo, en vasco y en menonita, hasta que se le secó la voz a mi vehículo, y al intentar zafarme terminé desgarrándome un músculo. Al final terminó dándome jaqueca, y como nadie iba a darme un advil, hice mi salida lo más digno y rimbombante que pude, entre estertores, chorretes de sangre y luces de utilería.

PD: este cuento no está basado en El Exorcista.

lunes, 11 de enero de 2016

LITTLE WONDER - En homenaje a David Bowie

Este cuento lo escribí hace la friolera de veinte años, al ver el vídeo que le da nombre, del cantautor británico. Y lo quiero porque fue por esos años que supe de David Bowie. Hoy quiero compartirlo con ustedes para celebrar la vida subversiva y caníbal de este gran músico. Su actitud critica hacia la humanidad fue fundamental en la construcción de mi novela Rojo Sombra. La creación de mundos a través de la música y de la actuación siempre será un ejemplo para mí. Hasta siempre, David.

(Música sugerida de fondo: Little Wonder, he aquí el video)

Esa mañana cuando abrí el armario me encontré una pierna. No tenía señas de haber sido arrancada, sólo estaba ahí, moviendo levemente sus dedos, como cansada de esperar. Qué hacía ahí, decidí no responder esa pregunta. No había mucho tiempo para pensar. Iba tarde a la universidad. Luego, cuando me estaba duchando, me encontré una mano colgada de la llave del agua fría. Ahí empecé a inquietarme. Pero tenía que vestirme.
Ya había olvidado ese par de incidentes cuando me subí al bus, pues al fin de cuentas cuando uno se encuentra en el borde entre el sueño y la vigilia, las cosas pueden confundirse y adquirir rasgos de fantasía.
Ahora me encontraba compartiendo un poco de catatonia con los demás pasajeros —es lo único que se puede compartir con los congéneres en una ciudad como ésta— y tratando de que mi subconsciente no se intoxicara con tan fuerte dosis de vallenatos y de música romántica. Cuando, no sé de dónde, cayó algo sobre mis piernas. Era un dedo.
Miré para todos lados para ver si alguien lo había olvidado, pero sólo encontré más catatonia, más de aquella tierna imbecilidad en las miradas de las gentes que dormían de pie como simios domesticados en un vagón de tren de circo. Como no encontré respuesta y no supe qué más hacer con el dedo en cuestión, decidí guardarlo en mi maleta y abrirme paso hacia la puerta trasera. Ya estaba cerca al paradero.
Cuando iba pasando frente a la cafetería mis tripas me hicieron recordar que no había desayunado. Entré y compré un café y un sándwich —con hambre te comes cualquier porquería— le eché dos cubos de azúcar, lo revolví y la cuchara salió más pesada. Sobre ella,  un ojo. Azul, perfectamente redondo, se volteó hacia mí y me miró, no sé si fijamente o era porque no tenía párpado. En ese momento fue cuando empecé a sospechar que ya eran demasiadas coincidencias para tan temprana hora del día, que algo estaba pasando. Saqué el dedo de la maleta y lo puse al lado del ojo, para establecer algún tipo de comparación, si es que era posible entre órganos tan disímiles. El ojo no le quitó la mirada hasta que los volví a guardar a ambos.
En ese momento ya no me sentía bien; necesitaba hablar con alguien. Desde un teléfono público intenté llamar a una de mis amigas, pero el teléfono se tragó mi moneda. Le di un golpe pero no hubo moneda; en cambio, salieron cinco dientes blancos ¿Quién podría ser el despistado o despistada que estaba dejando partes suyas por toda la ciudad? ¿Acaso era una llamada de auxilio? ¿Acaso era más pobre que Hansel y Grethel, que no tenía siquiera pan para dejar un rastro? Ahí no había clase ni parcial que valiera. En ese momento todo se había ido al carajo, y yo andaba por las calles,… buscando.
Como a las dos horas, cansada y mareada de tanto mirar hacia el suelo, cogí un bus hacia mi casa. Y cuando caminaba por el corredor para buscar un puesto, oí que alguien gritaba. No, no era un alguien sino un algo. Una boca. Pisoteada y llena de polvo yacía debajo de un asiento, aunque yo no pude entender lo que decía. Balbucía, más bien. Al mirarla deduje que le faltaban algunos dientes, y pensé que los que yo había encontrado en el teléfono podían pertenecerle. La recogí suavemente y la metí en un bolsillo de la maleta, diferente al lugar donde había metido el resto, pues me preocupaba que mordiera a los otros. Como no hacía más que gritar...

La cara era definitivamente de un hombre. De un hombre joven y apuesto a decir verdad. La encontré con el ojo que faltaba, la nariz y una oreja, camino hacia mi casa, al pie de un árbol. La salvé de que algún perro se le orinara encima, o que la cogiera de hueso prestado. La otra oreja la encontré colgada de la puerta de la casa, el tronco me había llegado esa mañana con el correo cuidadosamente envuelto, y la mano restante con cuatro dedos me esperaba cómodamente recostada contra un racimo de uvas en un frutero de la cocina. La otra pierna estaba en la nevera. En una semana ya tenía todas las piezas y las había armado como a un rompecabezas tridimensional y vivo. El que las había perdido, era, como ya lo había visto, un hombre. Un hermoso hombre. Cuando lo hube completado, todas sus partes se calmaron. Él dormía.
Entonces lenta, perezosamente, abrió los ojos. Me miró un instante en el cual lo vi angelical y perfecto. Abrió la boca y tomó aire mientras yo observaba, como relojero, el modo, la velocidad, la sincronicidad con que movía cada músculo de su cara. Me preguntaba qué tenía que decirme después de quién sabe cuánto tiempo de estar disperso. Pero no me dijo nada. Sólo soltó un gruñido fuerte, grave y desgarrado, que le deformó cara. Lo que tenía al fondo de sus ojos no era humano. Era aberrante. Aproveché la torpeza de sus miembros, sus partes desacostumbradas a obrar al unísono, desencajé cada dedo, cada órgano, con la destreza que pude a pesar del temblor que me poseía al ver su cara deformarse con sus gruñidos bestiales, y luché contra su boca que no dejaba de gruñir hasta que logré arrancarla, luego le saqué los ojos con una cuchara y logré desatornillarle el cráneo. Cuando tuve todas esas piezas sobre el suelo, algunas aún moviéndose, otras quietas, pasmadas, mi corazón quedó latiendo fuerte por un rato y me dejé poseer por la sensación de que todo ese tiempo que gasté para reunir, para componer, ese montón de partes, había sido en vano, y que quizá había habido una persona antes que yo a quien le había pasado lo mismo, encontrarse con un adefesio vivo, perfecto pero aberrante. Lo primero que se me ocurrió fue enterrarlo en algún lugar lejos de mi casa. Pero la idea de que esas piezas volvieran a juntarse para formar de nuevo esa monstruosidad me produjo escalofríos. Por otro lado, me di cuenta de que había en mí una vaga esperanza de que alguien, algún día, lo armaría de forma correcta, de que encontraría esa parte que le faltaba, que lo haría hablar y razonar. Aún sentía un vacío indecible y una pregunta vasta y ácida de quién lo había creado o de dónde había salido, se albergaba en mi estómago mientras metía todo en bolsas de basura y volvía a esparcir el centenar de partes por toda la ciudad.

1995

martes, 5 de enero de 2016

EL GRAN LIBRO DE WOODROBE



En estos días en que un nuevo año despierta y abre sus ínfimas manitas al mundo, aún con torpeza pero con una fuerza inenarrable, estaba pensando, ¿en qué? Sí, señores. Por supuesto. Es inevitable pensar en los zombies. ¿No? Bueno, quizá seré la única pero en estos días, con esta peligrosa sobrepoblación de cazadores malolientes, se me hace imposible no dedicar al menos una hora diaria a reflexionar sobre ellos.
Porque, en realidad, ¿qué tanto sabemos? Sabemos lo que nos hacen. Sabemos cómo matarlos, como burlarlos. Sabemos qué lugares evitar para no dar con ellos. Pero la verdad, hay que decirlo, todo eso es sólo la punta de un afilado colmillo.
Existe el mito de que nacieron por un virus. Que es al morder a las personas que se reproducen. Es lo que han dicho los científicos. Pero, ¿estamos dispuestos a creerles?  ¿Sobre todo después de todas las mentiras que han regado sobre enfermedades y catástrofes?
Para muchos es difícil saber los detalles sociológicos, antropológicos y etnográficos de criaturas tan temibles. No se puede estar cerca de ellos sin correr peligro de morir. Casi nadie puede vivir para contar quiénes son realmente ésos a quienes llamamos, muy haitiana o quizá hollywoodense, pero en definitiva, equívocamente, zombies. Suerte que tuve que toparme con el más valioso testimonio sobre éstos que son los nuevos depredadores del hombre.
Hablo del Gran Libro de Woodrobe, el famoso arqueólogo, medio genio, medio loco, picado por la fiebre annunaki, que tanto jugo dio en la televisión hace unos años, pero que se fue un día a buscar restos alienígenas en la Sierra Nevada de Santa Marta y no volvió. El libro, del cual quizá sea menos romántico pero más verídico decir que se trata de su tablet, lo cargaba siempre en su mochila arwaca made in China y ahí consignaba sus reflexiones, hipótesis, composiciones musicales truncas (y seamos sinceros, sin valor alguno para las artes), y llegó a mis manos, no diré cómo, sólo diré lo emocionada que estuve de darme cuenta de todo lo que ponía a mi alcance.
Así que, preámbulos aparte, comenzaré a contarles lo que Woodrobe atestiguó. Sólo los primeros archivos hablan de ovnis y de reptilianos. Pero al parecer los zombies de la zona terminaron por llamar su atención mucho más.
Woodrobe afirma con vehemencia que los zombies no salen todos en masa a buscar cerebros ni a masticar nuestra carne como todo el mundo cree. Sus sistemas digestivos están en constante descomposición, no aguantan comer carne tan seguido. Salen más o menos una vez por semana, en grupos, con ciertas intermitencias. Eso sí, tienen un olfato potente y cada vez que huelen humano es como cuando uno pasa frente a una chocolatería o una pollería; no pueden aguantarse. Aunque después los ataquen potentes dolores de estómago. Por eso, el investigador tenía que frotarse en hierbas aromáticas para no ser detectado y aún así no se acercaba a ellos. Los observaba desde la distancia, como Sigourney Weaver en Gorilas en la Niebla. O como el profesor Malinowski a los africanos desde su tienda. Siempre se preguntó, como yo ahora, de dónde venían y cómo habían llegado a habitar tan cerca de nuestras ciudades. Nunca pudo respondérselo. Sólo con especulaciones de naves rigelianas, abducciones y experimentos hechos en humanos sanos. Pero nunca pudo probarlo. A mí que todo eso me parece una sarta de patrañas, sus elucubraciones psicóticas no me convencen. Así que me limito a hablar de lo que sí pudo palpar. Y no deja de sorprenderme el hecho de que sus gargantas no pueden cantar --menos hablar-- porque en algunos las cuerdas vocales están del todo extintas (a veces en vez de palabras les brotan gusanos de la boca a los "podrecitos"), y sin embargo algo los mantiene con vida. No sólo eso, parecen celebrarla. Cuando están contentos, toman los cráneos de aquéllos que se han comido y los golpean para sacar conmovedores sonidos, esto a juicio del científico que, como me di cuenta por su reacción, carecía del todo de oído musical.
En uno de los videos que encontré, Woodrobe está casi susurrando para no ser oído, por lo que se hace difícil entenderle a veces. Al hablar de los zombies, los llama palíndromos porque no se sabe si van o si vienen aunque yo discrepo de ese nombre y no lo utilizaré. El estudioso toma por casualidad a uno de ellos en medio del follaje haciendo un brazalete con raíces. Luego lo filma mientras le entrega dicho brazalete a una mujer joven cuyo cuerpo, dice el arqueólogo, aún posee cierta belleza. La pareja procede a acomodarse los pedazos de piel que se les han rasgado en la cara y a acicalarse mutuamente el poco cabello. El video, sin embargo, se prolonga por demasiado tiempo pues a parte de eso, los sujetos no hacen nada más. Al tiempo que la cámara se ladea y el ángulo de la filmación parece perder importancia, la imagen en un momento comienza a vibrar, a zangolotearse, y se oyen, detrás de la lente, pugidos, jadeos y siseos desenfrenados que me hicieron apagar la tablet de inmediato.

En el siguiente video que abrí, no sin resquemor, Woodrobe dice que a pesar del estado de los tejidos de los monstruos, es asombrosa la fuerza que tienen para correr, perseguir animales y comérselos crudos. Es cierto, esto comprueba que no son "humanívoros" exclusivamente. Los sitúa como seres muy básicos que no conocen el fuego, pero luego hace un enorme descubrimiento, o varios, si se puede decir así: el primero es que cuando cazan, ellos tumban a la presa, la matan al instante, la desmiembran, se reparten las piezas, se las llevan andando en fila hasta un lugar plano, se sientan en círculo y se las comen con parsimonia. A Woodrobe le asombró el afán de comer porque en muchos la comida se escapa por los hoyos de podredumbre en el cuello, en los costillares de algunos, en el abdomen. También al igual que yo se sintió desconcertado al ver que, contrario a lo que se ha dicho, lo que ellos muerden no vuelve a la vida.

Hay que hacer una importante salvedad, pues ellos en su comunidad andan desnudos. Las ropas permanecen siempre limpias en un sitio que las resguarda de la lluvia y la aspersión de sus tejidos en decadencia. Las cuidan como reliquias. De repente un día, varios, a punta de señas, gruñidos, toses y jadeos, parecen convenir ponérselas, como si fueran trajes camuflados, y salen hacia la ciudad para buscar humanos. Ellos creen, o eso supone el investigador, que así pasarán inadvertidos.
El segundo descubrimiento, no crean que pierdo el hilo del relato, es que después de esas bacanales de humanos (que, como dice el loco Woodrobe, deben ser muy llenadoras), el grupo que ha salido a cazar, en la noche, que muchas veces es de luna llena aunque no todas, se van adonde el cielo se les ofrezca despejado, suben sus cabezas, algunos se quitan la suya para ver mejor, y se quedan extasiados mirando el cielo. Comienzan a balancearse y a gemir quedo, como enfermos o como en un extremo placer. Y así, suave, lento, comienzan a despojarse unos a otros de las ropas, de los miembros, de los restos de piel que les quedan, hasta que quedan meros trozos de hueso, girones de piel y ropas dobladas en el suelo. Woodrobe comenta, triste, que la noche que logró grabar eso que él llamó ritual, la tablet se quedó sin batería y él además había tenido un día tan tenso que se quedó dormido y no registró lo que pasaba después, pero cuando despertó con el canto de los pájaros, no vio nada, ni las ropas, ni los huesos despedazados ni los trozos de piel. Con ira, con vergüenza, con pesadumbre, volvió al caserío rústico de palos mal puestos donde viven esas gentes y vio al mismo grupo pero sin gusanos, la piel tersa y flexible, los ojos con brillo como si fuéramos nosotros. Los delata quizá la carencia de habla que permanece aún después de ese hecho inexplicable, atribuible, según yo, a la brujería; según él, al contacto con extraterrestres.
Los zombies (aún me río del nombre "palíndromo" para llamar a estas criaturas), después de rejuvenecer, pasan horas zapateando contra el suelo, sin más música que el golpear de cráneos de animales y de humanos (verlos hacer eso es asombroso y aterrador, insisto, por la carencia de ritmo y de coordinación) y se echan a la boca una mezcla de escupitajos y orina que todos vacían en un cuenco, por lo general robado de casas humanas, y lo beben alegres, tal vez porque no se les sale del cuerpo.
Aparte de esto, de cazar, de lavar las ropas, de usarlas para procurar carne humana, del extraño ritual de la noche y el desmembramiento y de esos bailes, no tienen tanto. No documentado al menos. Pero en los videos yo observo que hay tanto misterio, tanta lejanía que ameritaría un estudio más profundo.
Sobre Woodrobe, el indígena kogui que me entregó su equipaje austero, me dijo que el hombre, después de meses de bajar al pueblo una vez por semana, un día simplemente no apareció más. Que sospecha que se lo comieron. Los equipos de rescate no se atreven a adentrarse en zona de zombies. Prefieren que quede como en "Mi alma se la dejo al Diablo" o en "La Vorágine". Prefieren pensar que se lo tragó la manigua. A mí me queda la duda pero soy demasiado cobarde. Tan cobarde como esos equipos de rescate. Cobarde y a la vez obsesionada por tener un sueño lejano, un sueño para tal vez nunca cumplir: terminar el estudio de Woodrobe.