lunes, 21 de septiembre de 2015

RITA

Rita reside en la biblioteca del colegio. Recorre a diario sus dominios, los pasillos que interconectan las casetas prefabricadas del colegio. De su vida pasada supe muy poco. Pero infiero que ha venido del Viejo Continente al finalizar la Segunda Guerra Mundial en una caja enorme y sellada.
Era enorme, de una obesidad terráquea en los senos y la panza, disimulada bajo faldas anchas y largas hasta abajo de las rodillas. Sus piernas eran gruesas y largas. Medía un metro ochenta, más o menos. Usaba sastres de lana burda y de colores pastel, blusas siempre blancas abotonadas hasta el cuello y mocacines de punta chata. Su pelo, alguna vez rubio o castaño claro, iba siempre corto y enrulado, como una promesa de french poodle que al ir de la frente hacia abajo concluía en una desilusión aterradora cuando uno se encontraba con sus ojos verdes, casi grises, casi blancos, redondos, venosos y saltones. Sus narinas eran afiladas, siempre erizadas y sus fauces permanecían en una mueca de incomodo. Narinas y comisuras se relajaban sólo cuando se hallaban frente a una niña rubia.
La biblioteca del colegio expelía un olor azufrado todo el día. Los cigarrillos que Rita mantenía apretados contra la comisura mantenían el nivel de alquitrán apropiado para sus pulmones. Los iba dejando consumir de forma distraida mientras hacía manualidades, con la Walkiria o alguna otra obra de Wagner al fondo. Si uno permanecía lo suficiente en la biblioteca, podía oír Die Nibelungen Lied completo.
Conocí a Rita al primero o segundo día de entrar al colegio, cuando yo tenía la diminuta edad de 6 años. Me sentó en sus piernas y aspiré su aura amarga con un fondo a salitre. Ella sostenía entre sus anchos, gruesos dedos de uñas rosado gris, un librito cuyas páginas eran de calcomanías de un personaje para mí desconocido: La conejita Mifi. Rita lo cerró de nuevo, lo hizo pasar frente a mis ojos, lentamente, y se lo dio sonriendo a otra niña. Me pregunté qué había que hacer para merecer un presente como ese, un souvenir de tierras lejanas. Las destinatarias de su cariño materializado en calcomanías y chocolatinas siempre eran otras niñas y con el tiempo me di cuenta de que siempre eran rubias. Pero ese día era aún muy temprano para saberlo, y menos para predecir la razón por la que Rita me había sentado en su regazo. No lo intui cuando el hedor de su aura se intensificó en mi nariz, cuando sentí su hálito en mi mejilla. La dureza de sus dientes ahorcando mi piel me tomó por sorpresa. Así fue como Rita me marcó. Desde entonces le temí a las bibliotecas.
La biblioteca del colegio era una cueva. La parte soleada estaba bajo el dintel de la puerta. El resto era penumbra llena de humo. Y en el fondo, bajo una lámpara egoísta, los ojos que a la luz parecían sin iris, sólo con dos pupilas negras y punzantes, el rojo del cigarrillo consumiéndose en el nacimiento de la humareda y sus manos gruesas, pintando. Rita hacia esténciles de Mifi y los coloreaba sin defectos. Usaba verdes, azules, casi ningún color cálido. De repente se alzaba como un sapo al acecho y gritaba algo con su voz ronca. ¿A quién? A alguna de sus asistentes. Las niñas de cabezas rubias se convertían en sus esclavas en los recreos, organizaban las enciclopedias, recibían los libros que devolvían y los clasificaban alfabéticamente. Una que otra vez, al entrar por alguna emergencia, las vi con sus caras obnubiladas por la promesa de un regalo. Una que otra vez vi entre ellas alguna cabeza amerindia o mestiza. Pero supongo que entre la penumbra y el humo, todas eran iguales ante los ojos de Rita.
Sobre la voz de Rita, durante mi vida escolar tuve varias hipótesis. La primera era que Rita era en realidad un hombre. La segunda, que era un alien. La tercera se me ocurrió hace muy pocos años, al pensar en ese timbre ronco, cascajoso y siempre forzado a sonar a decibeles altos. Cuando Rita hablaba era como oír a una Valkiria cantar con catarro. Al verla, era como ver al dragón de los Nibelungos.
Rita también era la profesora de cocina de los últimos cursos de la secundaria. Sabía deliciosas recetas europeas, como el apfel strudel, el escalope de ternera alla romana y las inolvidables nurembergalemburger o, simplemente, galletas de mantequilla. En una de sus clases, sentadas alrededor de una mesa, Rita hablaba de la receta y a mí se me quitaba el apetito. Costaba dejar de percibir su aura de fumadora, su mirada siempre al borde del regaño, su voz cascajosa y ronca, para imaginar el sabor y el olor del plato. Y en eso estaba, en tratar de concentrarme, cuando vi a mi lado, a dos amigas mías pasándose papelitos por debajo de la mesa, el texting de la época. De repente se hizo un silencio de ultratumba, el aire se llenó de espinas, el tiempo asustado se detuvo y se oyó la voz volcánica de Rita:
¿Qué están haciendo ustedes dos, agarrándose las manos por debajo de la mesa? Lo que nos faltaba, lesbianas en mi clase.
Teníamos entre doce y trece años. Éramos hijas de los setenta. Estábamos en la prehistoria del internet. Nos quedamos calladas, mi cabeza no pudo seguir concentrándose en la receta y cuando salimos de la clase comenzamos a especular las tres lo que era una lesbiana, si una traficante de papeles de contrabando, una ladrona o simplemente alguien obsesionado con agarrarle las manos a la gente.
Hoy, cuando la gente me pregunta qué me marcó más durante mi infancia, no puedo dejar de pensar en Rita, ni de tocarme el cachete.


4 comentarios:

  1. Un lindo recuerdo de la época mágica cuando los adultos podían llegar a parecer verdaderos monstruos.

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  2. Ahora que somos adultos, sabemos que los adultos sí eran monstruos.

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  3. ¡Qué horror! Perdón por no saber. Te hubiera podido abrazar.

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