jueves, 24 de diciembre de 2015

NAVIDAD, NAVIDAD, DULCE NAVIDAD



Había dos veces dos Marías que eran hermanas gemelas y vivían en Tierra Santa. Las dos hacían parte del harem de José. Como él tenía una fábrica de muebles, no tenía tiempo para acostarse con ellas. Algunos de sus vecinos de la cuadra decían que ellas eran en realidad hombres. Otros decían que eran vírgenes, pero esos eran menos.

En el lejano Oriente, cerca a las Guyanas, había unos reyes magos. Eran unos reyes que hacían magia. Se habían quebrado y por eso se dedicaban a entretener niños en piñatas y mujeres solas en ciertos locales nocturnos. Pero en sus ratos libres, se dedicaban a leer el horóscopo en el periódico. Ahí vieron un día el siguiente mensaje: "Sigue la estrella más iluminada y te encontrarás con un bebé que cambiará tu vida". Ellos lo interpretaron como que iba a haber un bautizo anunciado con luces estroboscópicas muy potentes y que quien hiciera una fiesta tan garra para un bebé, les podría pagar muy bien por sus rutinas de magia.

Pero no eran luces artificiales porque no habían sido inventadas. Era de hecho una estrella, que había sido llamada a hacer un alumbramiento. Como en esa época los quirófanos no tenían luz, si el nacimiento era de noche, era un problema. Muchas mujeres habían sido quemadas por los doctores en el afán de ellos por ver cómo venía el bebé. Algunas veces el doctor terminaba sacándoles el apéndice en vez del niño. Entonces el Altísimo tenía miedo de que el niño o la elegida para parirlo resultaran con la marca de la bestia. De la bestia del doctor.

Volviendo a las dos del paseo, volvían todas satisfechas del bosque, con los cabellos revueltos, los vestidos rasgados y una sonrisa que no les quitaba nadie. Ahí se encontraron con José, que desde ese momento fue apodado El Venado. Y le dijeron:

—José, ¡no vas a creer lo que pasó! Estábamos caminando por el bosque cuando nos encontramos con un ángel. Era rubio, ojos claros, 2.10 mt.
—¿Cómo así, mujeres?
—Sí, él dijo que Dios nos había escogido para que una de nosotros fuera la madre del hijo de Dios. Y así, introdujo en nuestros vientres la semilla divina.
—Amén —completó la otra, arrobada en éxtasis. La primera continuó:
—Él comenzó a cantar: "de tin marín de do pingué..." y ahí se le olvidaba la cancioncita. Así que decidió que fuéramos las dos.
Ahí José entornó los ojos.
—¡Marica! —resopló el interpelado—. ¿¿Me vieron cara de millonario?? —chilló el evanista—. ¿¿Cómo voy a hacer con dos hijos de una sola sentada??
Entonces, después de mucho pensar, decidió poner un aviso en los clasificados que decía:
"Viene en camino el hijo de Dios, solicítase rey con solvencia económica, buena presencia, no es necesario título profesional, para patrocinar educación. Recompensa: la salvación de su alma".

Los reyes en cuestión seguían leyendo el periódico pero no vieron el anuncio de José. Ellos se quedaron con la interpretación del horóscopo. Así que rompieron sus alcancías, empacaron sus camellos y se fueron echando dedo, haciendo trucos de magia por el camino, buscando la estrella.

José un día decidió ir a censarse en Belén porque le dijeron que allá regalaban bocadillos beleños, y tomó la decisión de llevarse consigo a las dos Marías. Ellas al principio no estuvieron de acuerdo. Pero él les dijo, rabón, que no confiaba en ellas y que, mínimo, después de tener a los niños le iban a volver a poner los cachos con otro "ángel". Ellas intercambiaron miradas y aceptaron en silencio.

Así pues, partieron, en tres animales, los tres burros hacia Belén. Después de varios días de camino, llegaron al pueblito. Y esa noche, cuando se estaban registrando en el lobby del hotel Belén's Inn, José se dio cuenta de que se le había quedado la billetera en casa (o eso dijo). Así que tuvieron que empeñar los burros para que los dejaran quedar en el parqueadero. Fue un 24 de diciembre cuando la primera María —o sea, cualquiera de las dos— comenzó con las contracciones. Justo ahí, la estrella llegó y se posó encima, sobre el poste de la luz (que no era sino un palo alto con una vela) para alumbrar el alumbramiento.
Sin embargo, cuando el niño nació, todos esperaban que naciera con el pelo largo, la barbita y los ojos claros. Al ver que no tenía nada de eso, se decepcionaron. Los reyes, que venían como a un kilómetro —por hora, porque los camellos pesaban mucho en las maletas—, vieron la estrella a lo lejos y comenzaron a correr, pero la estrella se apagó. Ellos se quedaron sin saber para dónde agarrar y anduvieron vagando por Belén, comprando artesanías y visitando sitios turísticos, ganando algunos pesos con trucos de magia. Llegó el 6 de enero y comenzaron a pensar en regresar a su país. Pero antes decidieron entrar a un mercado persa, donde todo en realidad estaba hecho en China, y vieron que había una promoción navideña: un paquete de incienso, mirra y joyas de fantasía, todo a mil, así que lo compraron. Esa noche ya iban saliendo de Belén cuando volvieron a ver encenderse la estrella, y tuvieron que volver corriendo.
En el parqueadero estaban José, las dos Marías, un bebé normal y otro que sí había nacido con el pelo largo y la barbita. Ahí todos supieron que había llegado el hijo de Dios. Los reyes los vieron tan pobres que buscaron en sus bolsillos y en sus maletas y lo único que encontraron fue ese paquete que habían comprado en promoción. Así que se lo dieron al recién nacido, que inmediatamente se lo metió a la boca.

Años después, la primera María se divorció de José y conoció a un ruso que estaba visitando Tierra Santa. Se casó con él y se fueron a su país. Ahí el hermano de Jesús, Peter Merovingoff, estudió liguística y filología y se especializó en arameo. Tuvo una esposa llamada Magdalena a quien salvó de un derrumbe (aunque no fue derrumbe sino que estaba jugando ponchados, y la crónica roja lo confundió con lapidación por lo rústico de las pelotas de aquel tiempo). Su descendencia fue cariñosamente llamada "Los Merovingi", versión abreviada del apellido Merovingoff.

Jesús, el de la barbita, se quedó con sus padres, se dejó crecer las patillas, se las rizó y se hizo rabino desde muy temprana edad. Después de su famoso discurso en el templo a los 12 años, se perdió en el desierto, empezó a ver un espejismo de una selva, lo encontró una loba y lo crió, lo rebautizó como Mogli, él se hizo amigo de una pantera y un mono, lo persiguió un tigre, volvió como 18 años después, tuvo muchos followers y hasta escribieron un libro sobre él, pero se metió en un bollo político y terminó siendo procesado por suplantación, todo porque quiso poner un gimnasio y llamarlo "El rey de los Pilates". Lo condenaron a la latigación pero se dañó el látigo (era chino) así que pasaron al siguiente castigo que era la cruz. Como la cruz la montaron en un poste de luz, hizo corto y el pueblo quedó a oscuras 3 dias y 3 noches. A Jesús lo consideraron muerto y lo enterraron pero era solo catatonia y tristeza porque se había sentido abandonado por su padre biológico. Un poco turulato, anduvo envuelto en vendas, vagando por el pueblo. Un niño que lo vió, le dijo a la mamá, "mira, la miomia. Ha regresado". Otro niño salió llorando porque pensó que había llegado el apocalipsis zombie. Y ahí llegó Santo Tomás y para demostrar que no era ni lo uno ni lo otro, le metió al Resurrecto el dedo en la llaga. El dolor y la ira fueron tantas que Jesús despertó. Después de una sesión de selfies para Instagram, decidieron hacer una reunión de prensa con todos los seguidores del canal de Youtube y de facebook, a la que confirmaron asistencia doscientos pero sólo fueron once. Hicieron una rave y ahí sí estuvo todo el pueblo. Hubo tanta droga y alcohol que todos salieron hablando en lenguas. Al día siguiente, el titular en primera página fue: "Jesús no estaba muerto, andaba de parranda".

FELIZ NAVIDAD

martes, 22 de diciembre de 2015

DE ESCUALOS, LEMMINGS Y MISSES



Ahora que ocurrió el "lalalincident" en los Óscares, tan cercano además al último reinado (no los veo, solo los critico) era imposible dejar de recordar aquel incidente de Miss Universo 2015. Ya los invité a revisitar la columna que escribí hace un tiempo, titulada "de reinados y otros afrodisíacos", donde hablaba de todas las cualidades que se han explotado en el sector femenino desde mayo del 68 y que se anulan tan impunemente en estos certámenes. 

La verdad es que no dejo de pensar en las aletas del tiburón. El escualo, un animal tan fascinante, temido por la fuerza de sus mandíbulas, fundamental para la permanencia del ecosistema marino, es cazado y cercenado por algo que quizá sea un mito: lo afrodisiaco de su aleta. Es mutilado y vuelto a dejar en el mar, donde, sin esa parte de su cuerpo, morirá de inanición o quizá atacado por otros de su misma especie. 
Las candidatas de los reinados, se dejan cortar su aleta, se montan en zancos y, hermosas balbuciendo respuestas, se van hundiendo en el fondo del océano. La que gana queda un tiempo más flotando en la superficie, pero una vez reina, siempre serás reina, y muy pocas se han zafado de ese sino. La mayoría, ganadoras o no, si acaso terminan en CNN o les reconstruyen la aleta para trabajar en alguna serie de TV.

Estaba leyendo en estos días acerca de lo que hacen las productoras de TV para ganar audiencia en los programas de docurealities sobre oficios: camioneros, pescadores, tatuadores, empeñadores, etc., sobre cómo preparan todo para que la vida de gente común parezca interesante, heróica y hasta mesiánica. Una vida que podría limitarse a papeleo aburrido, se convierte en un despelote de escenas tipo Laura en América, a cual más patéticas.
Freud decía que el ser humano es, la mayor parte del tiempo, un animal con pulsiones de vida, de muerte y de sexo, pero no es eso lo que queremos recordar de nosotros mismos cuando estamos exhalando nuestro último aliento. Queremos pensar que no vivimos tantos siglos sólo para hacer lo mismo que una bacteria, un mono o una sardina, responder a cadenas pavlovianas de estímulo-respuesta. Queremos pensar que tenemos alguna trascendencia. Esto me hace pensar en los lemmings. Durante tanto tiempo los tomamos por una especie fallida, que debía haberse extinguido siglos atrás por sus tercas tendencias suicidas. Hasta que se destapó la verdad: todo había sido libreteado por los productores de Disney a falta de una historia real y a la vez entretenida qué contar. Los animalitos habían sido acorralados contra el borde de un acantilado y filmados mientras, sin más espacio para correr, caían unos tras otros al helado mar.
En el tema de los reinados, pareciera que los productores, angustiados ante la paulatina pérdida de interés del mundo respecto de estos certámenes, hubiera recurrido, adrede, al escándalo. Aunque las caras atónitas de las concursantes revelen que, de ser así, ellas han sido apenas unas conejillas de Indias. No sería de extrañarse, teniendo en cuenta que en la historia del mundo, los escándalos que han dado inicio a ciertas guerras, han sido a veces una puesta en escena. Obvio, no vamos a comparar esas tragedias con un evento reinado, donde no se puso en riesgo la vida de ningún animal. ¿O sí?



martes, 1 de diciembre de 2015

LA HIJA DE SUPERMAN

A los doce años, Juliana y yo peleábamos mucho. Ella me vivía criticando  porque caminaba como una gama, porque no hablaba con nadie sino con ella y porque en clase me la pasaba echando globos y luego no entendía nada. Le gustaban los juegos que yo me inventaba pero luego también quería cambiarlos y a mí no me parecía. Pero no nos provocaba meternos con las otras niñas porque ellas ya hablaban de novios, de fiestas, de marcas de perfumes y de ropa y eso nos aburría. Así que estábamos atrapadas en una amistad tormentosa.
Una de esas tardes de pelea, yo me fui a llorar sola en una esquina de las canchas. Yo siempre he sido muy pudorosa con eso de llorar porque pienso que las lágrimas abruman a la otra gente y luego están preguntándote qué te pasa y después quieren averiguarte toda tu vida. Y mientras más hablas, más lloras, y mientras más lloras, más gente viene a preguntar lo mismo y se vuelve un efecto dominó de lágrimas, mocos y gente apiñada. Podrías fundar un culto con tanta gente pero ya el llanto no te deja ni hablar y tampoco te acuerdas por qué llorabas al comienzo.
Pero hay momentos en que pierdes ese pudor y simplemente te dejas llevar, dejas que todo lo asqueroso de tu nariz simplemente salga y se desparrame por tu cara. Yo había llegado a ese momento.
Y yo era tan impopular que raras veces lograba que se apiñaran más de cinco personas. No me alcanzaba para un culto. No me alcanzaba sino para una vaca para comprar una gaseosa litro. Esa tarde eran más o menos ese número de niñas. Todas desconocidas de otros cursos. Pero es curioso cómo la gente deja de hacer cualquier cosa que esté haciendo para ir a ver a la llorona o al llorón del momento. Si al momento de estar levantando un bus lleno de niños para que no se despeñe de un puente, Superman oyera a alguien llorando, dejaría caer el bus y correría a ver quién llora y a preguntarle con detalle toda su vida. Solo por eso sé que Superman no existe. De existir Superman, el mundo sería un superdesastre. Ahora lo sé, pero en esa época aun era muy ingenua.
Entonces entre este tumulto de cinco, se abre paso esta niña que nunca en mi vida había visto, pelo rojo desordenado, copete de Alf, ojos azules penetrantes, y me pregunta qué me pasa. Le cuento de mi amiga aún sin saber ni cómo se llama la entrometida. Le suelto todo el rollo, de cómo me critica por todo, de como intenta cambiar mis juegos y cómo me tiene de hastiada. Ella me dice la típica de que eres una persona valiosa y puedes encontrar a alguien mejor y la amistad no puede atar al otro. No me conocía. A duras penas le saqué el nombre y que estaba un curso más arriba que yo. Total, esta charla me dio coraje para ir y pedirle perdón a mi amiga y seguir en esa amistad sadomasoquista.
Al año siguiente, esa pelirroja de cabellos desordenados y ojos penetrantes había perdido el año y estaba en mi curso. Quisiera decir que se sentó a mi lado pero la verdad es que no me acuerdo. ¡Qué me voy a acordar!
Esta niña, a quien llamaré Martha, porque así se llamaba, al ver que yo seguía siendo amiga de Juliana, cuyo odio hacia ella yo había profesado en público frente a esa multitud de cinco personas, comenzó a acercarse a mí. Un día me llevó a un rincón en el patio de recreo y en medio del bosquecito que había, me confesó algo: Es que yo no soy de acá. Me refiero, de este planeta. Mi papá (redoble de tambores) es Superman.
Yo había conocido a sus papás hacía unos meses. Eran gente muy querida, yo había almorzado en su cocina y había visto La abeja Maya en su sala. Y el señor era un gordito, bajito y medio calvo de bigote... pero inmediatamente pensé, qué ingenioso. Seguramente como todo el mundo ha visto las películas, el disfraz de Clark Kent ya está muy manido, tenía que inventarse otra identidad. La de Carlos Gutiérrez me pareció, entonces, la más lógica. Supuse, en todo caso, que cuando salía a salvar al mundo, al ponerse su traje, se transformaba en el churro atlético alto y de cachumbito en la frente. Tenía que ser así. Martha me fue contando, recreo tras recreo (a veces en clase, lo que lo hacía subversivo) cómo bajo su casa en una cstaba el traje del señor, sus aditamentos, todo, y cómo en las noches, él, la esposa, Martha, la hermana, se ponían sus trajes, asumían sus verdaderas identidades y salían a patrullar por la Tierra y a salvar a la humanidad. Ella me decía que nadie podía saberlo, así que por supuesto Juliana quedaba fuera del paseo. Ella se comenzó a pasar buscándonos en los recreos y nosotros nos escondíamos para hablar de este mundo paralelo que yo estaba descubriendo. Recuerdo por ejemplo, una mañana que me mostró su bolsa de lápices, y me dijo: mira, la cremallera. ¿Ves ese tubito que tiene? En efecto había un pequeño cuerpo extraño agarrado a los dientes de la cremallera. Es un rastreador, me dijo. Así mi papá puede saber si estoy en peligro. Me preguntó si yo también quería uno, porque claro, por ser amiga de la superfamilia, yo también podía estar en la mira de los supervillanos. Así que se me llevó mi bolsa de lápices y al otro día me la trajo de vuelta. Pero al mirar la cremallera, aunque no le dije nada, el tal rastreador me pareció más bien un pedazo de cinta pegante alrededor de unos de los dientes. Me quedé callada porque en todo caso a los superhéroes es mejor tenerlos de amigos. Es tecnología alienígena, me dijo, te va a proteger.
Un día, recuerdo, era noche de brujas y me invitó a su casa. Me dijo que llevara una muda de ropa y mi pijama para quedarme a dormir allá porque tenía que contarme algo. Recuerdo que fui vestida de gitana, ella con un traje de superchica pero maquillada como zombie (El amanecer de los muertos vivientes estaba de moda) y me dijo que eso era para que no la reconocieran. Esa noche salimos con su hermana dos años más pequeña, una prima de nuestra edad y un primito como de cinco años. Al primito le robaron la bolsa de dulces y yo intenté preguntarle por qué no iba volando a cascarle al ladrón pero ella me calló. Nosotros volvimos a su casa por las calles mojadas porque había llovido, el barrio inundado con los alaridos de rabia del niño, y yo desconcertada por la actitud de mi amiga.
Después de arreglar entre las dos el sofá cama donde yo iba a dormir, Martha me pasó unas revistas de superhéroes y me dijo: he hablado con mi papá y me ha dicho que tú también eres de procedencia alienígena. Que eres uno de nosotros pero que no te acuerdas. Y que como no te acuerdas de nada, hay que despertar de nuevo tus superpoderes. Y me mostró una página del cómic donde salía una muchacha con el pelo blanco y me dijo: ésta eres tú. Espera instrucciones. Yo, claro, quedé en tremendo shock, y entre ese estado y la pregunta de por qué había dejado que le robaran los dulces al primito, me salió decirle otra cosa: tenemos que decirle a Juliana toda la verdad porque no es justo que ella se quede sola en los recreos. Así que al otro día pasaron dos cosas. Le dijimos todo a Juliana y Martha me llevó un papelito doblado el mil. Juliana no nos creyó una sola palabra y nos lo hizo saber, a lo que Martha me dijo después por teléfono que eso era envidia porque ella había sabido, con eso, que ella era una simple mortal y que no tenía los superpoderes que nosotros teníamos, y sobre el papelito, me hizo prometer que no lo abriría sino hasta llegar a mi casa y que tampoco podía mostrarle su contenido a nadie. Así lo hice. Decía algo como esto: Esperar a que sean las 6 de la tarde. Saltar dieciséis veces. Subir y bajar las escaleras dieciséis veces. Tomarse seis vasos de leche fría. Ahí intentar volar. Seguí las instrucciones. Al pie de la letra. Los saltos se sintieron normales. La subida y bajada de escaleras, un poco ridículo además de cansador. Ya cuando hacía las últimás cinco veces comenzó a darme bazo. Ni hablar del dolor de estómago cuando me tomé el primer vaso de leche. Creo que al segundo estaba por claudicar pero entendí que tenía que terminar el ritual. Me los tomé todos pero al final, además de rebote, llenura y muchos gases, no pasó nada. La llamé preocupada. Qué raro, me dijo. Deberías al menos sentir una sensación de liviandad. No, le dije, sólo siento ganas de hacer chichí y de vomitar al mismo tiempo. Esto es grave, me dijo, estás más bloqueada de lo que pensábamos. Vamos a discutirlo y te contamos. al colgar me quedé pensando que había perdido mis superpoderes para siempre y que no podría acompañar a mi amiga a salvar al mundo. Llamé a Juliana, le conté todo, lloré, colgué para ir al baño y la volví a llamar, ya llorando sólo por la preocupación, y ella, en vez de compadecerse, me preguntó si estaba segura de que todo ese rollo de extraterrestres y superhéroes sí era verdad. Comenzamos a atar cabos. Recordé la cinta pegante en la bolsa de lápices, el ladrón de dulces de la otra noche, comparamos lo que contaban los cómics con la realidad. ¿Por qué en la realidad nunca salia superman en las noticias? ¿O alguno de los otros? Nos pusimos de acuerdo en pedirle que nos mostrara alguno de sus superpoderes. Al otro día, en el recreo, lo hicimos. Ella no hizo nada. Primero nos dijo que tenía que proteger su identidad. Pero luego le dijimos que no tenía que ser volar o utilizar su visión láser, que podía ser mover algo pequeño con la mente, algo no tan notorio. Ella se quedó callada. Juliana la cogió a mansalva, la increpó, le dijo que era una falta de respeto cómo se había aprovechado de mi credulidad, que no merecía ser nuestra amiga. Ella nos pidió perdón, aceptó que todo era mentira, que su papá era solamente el señor gordito, calvo y de bigote que habíamos conocido y que ningún miembro de su familia se ponía una trusa y una capa para salvar al mundo. Nunca nos dio explicaciones de por qué había inventado todo eso. Hasta el día de hoy me quedó la duda. Y la odié por un tiempo pero después seguimos siendo amigas. Hoy todavía lo somos. Tal vez ella al incluirme en ese mundo tan íntimo, y al hacerlo verosímil, creó un vínculo mucho más fuerte que el que hubiera creado alguien pragmático y sin imaginación. Hoy, cuando recordamos el tema, ella sólo se ríe (cuando le cantamos la tabla no se rió, sólo ahora), las dos nos reímos, sobre todo cuando recordamos esas ridículas instrucciones para aprender a volar y cómo me hicieron doler las tripas.