lunes, 17 de agosto de 2015

LA MARCA DEL AMOR


Cuando tenía 3 años tuve mi primer grupo de amigos, recogí mi primer chicle de un cenicero y conocí el amor.

Se llamaba Juan Carlos. Como era el hijo de la directora del jardín, se creía el dueño de la manada. Iba a estudiar cuando quería, se podía dar el lujo de usar hebillas en el pelo y seguiría siendo cool. Todas las niñas entre los dos y los cinco años, incluso las de la salacuna, apenas podían caminar, querían seguirlo. El era un bonzai de James Bond. Recuerdo que tenía la piel trigueña y el pelo castaño cobrizo. Era ligeramente dientón pero eso le daba cierto sexappeal. Siempre que leo Mafalda, Felipe me recuerda a él.
Él era mayor que casi todas, y eso le añadía caché. Todas veíamos cómo abrazaba a una y a otra, cómo se hacía llamar novio de una y de otra, cómo se escabullía en la mitad de un juego de escondidas en una piñata para robarle un beso a alguna incauta. Yo era muy tímida, me mantenía observando todo desde la distancia.
Mi mamá era muy amiga de la directora, íbamos bastante a su casa, tomábamos el té con ella, recuerdo que tenía un apartamento muy bonito lleno de antigüedades. Recuerdo los muebles, los colores. Y el biombo. Sobre todo eso.
Una tarde fuimos a su casa. A esa edad, niños y niñas no suelen jugar juntos. Pero seguro yo ya tenía la fama de, después de haber pasado mis dos primeros años del kinder sola, tener mi propio grupo en que el 80% eran varones. Seguro eso movió a Juan Carlos, al menos en un comienzo, a jugar conmigo. Lo que no recuerdo es en qué momento el juego se transformó. Me preguntó si quería jugar al papá y la mamá. ¿Y qué hacen los papás y las mamás?, le pregunté, con la falta de conocimiento propia de esa edad. Ven, déjame mostrarme, me respondió, y me llevó tras ese biombo que dividía la zona social de las alcobas. Ahí me agarró por el brazo y sólo recuerdo que me acercó la cara, pegó su boca a la mía y... me mordió. Tan duro que grité, mi mamá y la mamá de él se dieron cuenta, nos encontraron detrás del biombo, él con cara de culpa, yo llorando, la visita se acabó, nos fuimos en un taxi, yo con mi labio palpitando, sin entender muy bién qué era lo que había pasado tras ese biombo, cuál era el objeto de inflamarle a uno un pedazo de la cara. Nada placentero. Todavía recuerdo a mi mamá poniéndome hielo en el labio que tardó como tres días en volver a la normalidad, y preguntándome cómo me había dejado morder de ese niño. Sin embargo, aunque a partir de esa tarde preferí mantenerme a una distancia prudente de los dientes de él, aun hoy, cada vez que recuerdo ese momento, a pesar de que permanece la sensación de desconcierto, la sobrepasa el sentimiento de haber sido... elegida. De haber sido marcada por Juan Carlos, el niño más cool del jardín.