Rita
reside en la biblioteca del colegio. Recorre a diario sus dominios,
los pasillos que interconectan las casetas prefabricadas del colegio.
De su vida pasada supe muy poco. Pero infiero que ha venido del Viejo
Continente al finalizar la Segunda Guerra Mundial en una caja enorme
y sellada.
Era
enorme, de una obesidad terráquea en los senos y la panza,
disimulada bajo faldas anchas y largas hasta abajo de las rodillas.
Sus piernas eran gruesas y largas. Medía un metro ochenta, más o
menos. Usaba sastres de lana burda y de colores pastel, blusas
siempre blancas abotonadas hasta el cuello y mocacines de punta
chata. Su pelo, alguna vez rubio o castaño claro, iba siempre corto
y enrulado, como una promesa de french poodle que al ir de la frente
hacia abajo concluía en una desilusión aterradora cuando uno se
encontraba con sus ojos verdes, casi grises, casi blancos, redondos, venosos y
saltones. Sus narinas eran afiladas, siempre erizadas y sus fauces
permanecían en una mueca de incomodo. Narinas y comisuras se
relajaban sólo cuando se hallaban frente a una niña rubia.
La
biblioteca del colegio expelía un olor azufrado todo el día. Los
cigarrillos que Rita mantenía apretados contra la comisura mantenían
el nivel de alquitrán apropiado para sus pulmones. Los iba dejando
consumir de forma distraida mientras hacía manualidades, con la
Walkiria o alguna otra obra de Wagner al fondo. Si uno permanecía lo
suficiente en la biblioteca, podía oír Die Nibelungen Lied
completo.
Conocí
a Rita al primero o segundo día de entrar al colegio, cuando yo
tenía la diminuta edad de 6 años. Me sentó en sus piernas y aspiré
su aura amarga con un fondo a salitre. Ella sostenía entre sus
anchos, gruesos dedos de uñas rosado gris, un librito cuyas páginas
eran de calcomanías de un personaje para mí desconocido: La
conejita Mifi. Rita lo cerró de nuevo, lo hizo pasar frente a mis
ojos, lentamente, y se lo dio sonriendo a otra niña. Me pregunté
qué había que hacer para merecer un presente como ese, un souvenir
de tierras lejanas. Las destinatarias de su cariño materializado en
calcomanías y chocolatinas siempre eran otras niñas y con el tiempo
me di cuenta de que siempre eran rubias. Pero ese día era aún muy
temprano para saberlo, y menos para predecir la razón por la que
Rita me había sentado en su regazo. No lo intui cuando el hedor de
su aura se intensificó en mi nariz, cuando sentí su hálito en mi
mejilla. La dureza de sus dientes ahorcando mi piel me tomó por
sorpresa. Así fue como Rita me marcó. Desde entonces le temí a las
bibliotecas.
La
biblioteca del colegio era una cueva. La parte soleada estaba bajo el
dintel de la puerta. El resto era penumbra llena de humo. Y en el
fondo, bajo una lámpara egoísta, los ojos que a la luz parecían
sin iris, sólo con dos pupilas negras y punzantes, el rojo del
cigarrillo consumiéndose en el nacimiento de la humareda y sus manos
gruesas, pintando. Rita hacia esténciles de Mifi y los coloreaba sin
defectos. Usaba verdes, azules, casi ningún color cálido. De
repente se alzaba como un sapo al acecho y gritaba algo con su voz
ronca. ¿A quién? A alguna de sus asistentes. Las niñas de cabezas
rubias se convertían en sus esclavas en los recreos, organizaban las
enciclopedias, recibían los libros que devolvían y los clasificaban
alfabéticamente. Una que otra vez, al entrar por alguna emergencia,
las vi con sus caras obnubiladas por la promesa de un regalo. Una que
otra vez vi entre ellas alguna cabeza amerindia o mestiza. Pero
supongo que entre la penumbra y el humo, todas eran iguales ante los
ojos de Rita.
Sobre
la voz de Rita, durante mi vida escolar tuve varias hipótesis. La
primera era que Rita era en realidad un hombre. La segunda, que era
un alien. La tercera se me ocurrió hace muy pocos años, al pensar
en ese timbre ronco, cascajoso y siempre forzado a sonar a decibeles
altos. Cuando Rita hablaba era como oír a una Valkiria cantar con
catarro. Al verla, era como ver al dragón de los Nibelungos.
Rita
también era la profesora de cocina de los últimos cursos de la
secundaria. Sabía deliciosas recetas europeas, como el apfel
strudel, el escalope de ternera alla romana y las inolvidables
nurembergalemburger o, simplemente, galletas de mantequilla. En una
de sus clases, sentadas alrededor de una mesa, Rita hablaba de la
receta y a mí se me quitaba el apetito. Costaba dejar de percibir su
aura de fumadora, su mirada siempre al borde del regaño, su voz
cascajosa y ronca, para imaginar el sabor y el olor del plato. Y en
eso estaba, en tratar de concentrarme, cuando vi a mi lado, a dos
amigas mías pasándose papelitos por debajo de la mesa, el texting
de la época. De repente se hizo un silencio de ultratumba, el aire
se llenó de espinas, el tiempo asustado se detuvo y se oyó la voz
volcánica de Rita:
¿Qué
están haciendo ustedes dos, agarrándose las manos por debajo de la
mesa? Lo que nos faltaba, lesbianas en mi clase.
Teníamos
entre doce y trece años. Éramos hijas de los setenta. Estábamos en
la prehistoria del internet. Nos quedamos calladas, mi cabeza no pudo
seguir concentrándose en la receta y cuando salimos de la clase
comenzamos a especular las tres lo que era una lesbiana, si una
traficante de papeles de contrabando, una ladrona o simplemente
alguien obsesionado con agarrarle las manos a la gente.
Hoy, cuando la gente me pregunta qué me marcó más durante mi infancia, no puedo dejar de pensar en Rita, ni de tocarme el cachete.