jueves, 24 de diciembre de 2015

NAVIDAD, NAVIDAD, DULCE NAVIDAD



Había dos veces dos Marías que eran hermanas gemelas y vivían en Tierra Santa. Las dos hacían parte del harem de José. Como él tenía una fábrica de muebles, no tenía tiempo para acostarse con ellas. Algunos de sus vecinos de la cuadra decían que ellas eran en realidad hombres. Otros decían que eran vírgenes, pero esos eran menos.

En el lejano Oriente, cerca a las Guyanas, había unos reyes magos. Eran unos reyes que hacían magia. Se habían quebrado y por eso se dedicaban a entretener niños en piñatas y mujeres solas en ciertos locales nocturnos. Pero en sus ratos libres, se dedicaban a leer el horóscopo en el periódico. Ahí vieron un día el siguiente mensaje: "Sigue la estrella más iluminada y te encontrarás con un bebé que cambiará tu vida". Ellos lo interpretaron como que iba a haber un bautizo anunciado con luces estroboscópicas muy potentes y que quien hiciera una fiesta tan garra para un bebé, les podría pagar muy bien por sus rutinas de magia.

Pero no eran luces artificiales porque no habían sido inventadas. Era de hecho una estrella, que había sido llamada a hacer un alumbramiento. Como en esa época los quirófanos no tenían luz, si el nacimiento era de noche, era un problema. Muchas mujeres habían sido quemadas por los doctores en el afán de ellos por ver cómo venía el bebé. Algunas veces el doctor terminaba sacándoles el apéndice en vez del niño. Entonces el Altísimo tenía miedo de que el niño o la elegida para parirlo resultaran con la marca de la bestia. De la bestia del doctor.

Volviendo a las dos del paseo, volvían todas satisfechas del bosque, con los cabellos revueltos, los vestidos rasgados y una sonrisa que no les quitaba nadie. Ahí se encontraron con José, que desde ese momento fue apodado El Venado. Y le dijeron:

—José, ¡no vas a creer lo que pasó! Estábamos caminando por el bosque cuando nos encontramos con un ángel. Era rubio, ojos claros, 2.10 mt.
—¿Cómo así, mujeres?
—Sí, él dijo que Dios nos había escogido para que una de nosotros fuera la madre del hijo de Dios. Y así, introdujo en nuestros vientres la semilla divina.
—Amén —completó la otra, arrobada en éxtasis. La primera continuó:
—Él comenzó a cantar: "de tin marín de do pingué..." y ahí se le olvidaba la cancioncita. Así que decidió que fuéramos las dos.
Ahí José entornó los ojos.
—¡Marica! —resopló el interpelado—. ¿¿Me vieron cara de millonario?? —chilló el evanista—. ¿¿Cómo voy a hacer con dos hijos de una sola sentada??
Entonces, después de mucho pensar, decidió poner un aviso en los clasificados que decía:
"Viene en camino el hijo de Dios, solicítase rey con solvencia económica, buena presencia, no es necesario título profesional, para patrocinar educación. Recompensa: la salvación de su alma".

Los reyes en cuestión seguían leyendo el periódico pero no vieron el anuncio de José. Ellos se quedaron con la interpretación del horóscopo. Así que rompieron sus alcancías, empacaron sus camellos y se fueron echando dedo, haciendo trucos de magia por el camino, buscando la estrella.

José un día decidió ir a censarse en Belén porque le dijeron que allá regalaban bocadillos beleños, y tomó la decisión de llevarse consigo a las dos Marías. Ellas al principio no estuvieron de acuerdo. Pero él les dijo, rabón, que no confiaba en ellas y que, mínimo, después de tener a los niños le iban a volver a poner los cachos con otro "ángel". Ellas intercambiaron miradas y aceptaron en silencio.

Así pues, partieron, en tres animales, los tres burros hacia Belén. Después de varios días de camino, llegaron al pueblito. Y esa noche, cuando se estaban registrando en el lobby del hotel Belén's Inn, José se dio cuenta de que se le había quedado la billetera en casa (o eso dijo). Así que tuvieron que empeñar los burros para que los dejaran quedar en el parqueadero. Fue un 24 de diciembre cuando la primera María —o sea, cualquiera de las dos— comenzó con las contracciones. Justo ahí, la estrella llegó y se posó encima, sobre el poste de la luz (que no era sino un palo alto con una vela) para alumbrar el alumbramiento.
Sin embargo, cuando el niño nació, todos esperaban que naciera con el pelo largo, la barbita y los ojos claros. Al ver que no tenía nada de eso, se decepcionaron. Los reyes, que venían como a un kilómetro —por hora, porque los camellos pesaban mucho en las maletas—, vieron la estrella a lo lejos y comenzaron a correr, pero la estrella se apagó. Ellos se quedaron sin saber para dónde agarrar y anduvieron vagando por Belén, comprando artesanías y visitando sitios turísticos, ganando algunos pesos con trucos de magia. Llegó el 6 de enero y comenzaron a pensar en regresar a su país. Pero antes decidieron entrar a un mercado persa, donde todo en realidad estaba hecho en China, y vieron que había una promoción navideña: un paquete de incienso, mirra y joyas de fantasía, todo a mil, así que lo compraron. Esa noche ya iban saliendo de Belén cuando volvieron a ver encenderse la estrella, y tuvieron que volver corriendo.
En el parqueadero estaban José, las dos Marías, un bebé normal y otro que sí había nacido con el pelo largo y la barbita. Ahí todos supieron que había llegado el hijo de Dios. Los reyes los vieron tan pobres que buscaron en sus bolsillos y en sus maletas y lo único que encontraron fue ese paquete que habían comprado en promoción. Así que se lo dieron al recién nacido, que inmediatamente se lo metió a la boca.

Años después, la primera María se divorció de José y conoció a un ruso que estaba visitando Tierra Santa. Se casó con él y se fueron a su país. Ahí el hermano de Jesús, Peter Merovingoff, estudió liguística y filología y se especializó en arameo. Tuvo una esposa llamada Magdalena a quien salvó de un derrumbe (aunque no fue derrumbe sino que estaba jugando ponchados, y la crónica roja lo confundió con lapidación por lo rústico de las pelotas de aquel tiempo). Su descendencia fue cariñosamente llamada "Los Merovingi", versión abreviada del apellido Merovingoff.

Jesús, el de la barbita, se quedó con sus padres, se dejó crecer las patillas, se las rizó y se hizo rabino desde muy temprana edad. Después de su famoso discurso en el templo a los 12 años, se perdió en el desierto, empezó a ver un espejismo de una selva, lo encontró una loba y lo crió, lo rebautizó como Mogli, él se hizo amigo de una pantera y un mono, lo persiguió un tigre, volvió como 18 años después, tuvo muchos followers y hasta escribieron un libro sobre él, pero se metió en un bollo político y terminó siendo procesado por suplantación, todo porque quiso poner un gimnasio y llamarlo "El rey de los Pilates". Lo condenaron a la latigación pero se dañó el látigo (era chino) así que pasaron al siguiente castigo que era la cruz. Como la cruz la montaron en un poste de luz, hizo corto y el pueblo quedó a oscuras 3 dias y 3 noches. A Jesús lo consideraron muerto y lo enterraron pero era solo catatonia y tristeza porque se había sentido abandonado por su padre biológico. Un poco turulato, anduvo envuelto en vendas, vagando por el pueblo. Un niño que lo vió, le dijo a la mamá, "mira, la miomia. Ha regresado". Otro niño salió llorando porque pensó que había llegado el apocalipsis zombie. Y ahí llegó Santo Tomás y para demostrar que no era ni lo uno ni lo otro, le metió al Resurrecto el dedo en la llaga. El dolor y la ira fueron tantas que Jesús despertó. Después de una sesión de selfies para Instagram, decidieron hacer una reunión de prensa con todos los seguidores del canal de Youtube y de facebook, a la que confirmaron asistencia doscientos pero sólo fueron once. Hicieron una rave y ahí sí estuvo todo el pueblo. Hubo tanta droga y alcohol que todos salieron hablando en lenguas. Al día siguiente, el titular en primera página fue: "Jesús no estaba muerto, andaba de parranda".

FELIZ NAVIDAD

martes, 22 de diciembre de 2015

DE ESCUALOS, LEMMINGS Y MISSES



Ahora que ocurrió el "lalalincident" en los Óscares, tan cercano además al último reinado (no los veo, solo los critico) era imposible dejar de recordar aquel incidente de Miss Universo 2015. Ya los invité a revisitar la columna que escribí hace un tiempo, titulada "de reinados y otros afrodisíacos", donde hablaba de todas las cualidades que se han explotado en el sector femenino desde mayo del 68 y que se anulan tan impunemente en estos certámenes. 

La verdad es que no dejo de pensar en las aletas del tiburón. El escualo, un animal tan fascinante, temido por la fuerza de sus mandíbulas, fundamental para la permanencia del ecosistema marino, es cazado y cercenado por algo que quizá sea un mito: lo afrodisiaco de su aleta. Es mutilado y vuelto a dejar en el mar, donde, sin esa parte de su cuerpo, morirá de inanición o quizá atacado por otros de su misma especie. 
Las candidatas de los reinados, se dejan cortar su aleta, se montan en zancos y, hermosas balbuciendo respuestas, se van hundiendo en el fondo del océano. La que gana queda un tiempo más flotando en la superficie, pero una vez reina, siempre serás reina, y muy pocas se han zafado de ese sino. La mayoría, ganadoras o no, si acaso terminan en CNN o les reconstruyen la aleta para trabajar en alguna serie de TV.

Estaba leyendo en estos días acerca de lo que hacen las productoras de TV para ganar audiencia en los programas de docurealities sobre oficios: camioneros, pescadores, tatuadores, empeñadores, etc., sobre cómo preparan todo para que la vida de gente común parezca interesante, heróica y hasta mesiánica. Una vida que podría limitarse a papeleo aburrido, se convierte en un despelote de escenas tipo Laura en América, a cual más patéticas.
Freud decía que el ser humano es, la mayor parte del tiempo, un animal con pulsiones de vida, de muerte y de sexo, pero no es eso lo que queremos recordar de nosotros mismos cuando estamos exhalando nuestro último aliento. Queremos pensar que no vivimos tantos siglos sólo para hacer lo mismo que una bacteria, un mono o una sardina, responder a cadenas pavlovianas de estímulo-respuesta. Queremos pensar que tenemos alguna trascendencia. Esto me hace pensar en los lemmings. Durante tanto tiempo los tomamos por una especie fallida, que debía haberse extinguido siglos atrás por sus tercas tendencias suicidas. Hasta que se destapó la verdad: todo había sido libreteado por los productores de Disney a falta de una historia real y a la vez entretenida qué contar. Los animalitos habían sido acorralados contra el borde de un acantilado y filmados mientras, sin más espacio para correr, caían unos tras otros al helado mar.
En el tema de los reinados, pareciera que los productores, angustiados ante la paulatina pérdida de interés del mundo respecto de estos certámenes, hubiera recurrido, adrede, al escándalo. Aunque las caras atónitas de las concursantes revelen que, de ser así, ellas han sido apenas unas conejillas de Indias. No sería de extrañarse, teniendo en cuenta que en la historia del mundo, los escándalos que han dado inicio a ciertas guerras, han sido a veces una puesta en escena. Obvio, no vamos a comparar esas tragedias con un evento reinado, donde no se puso en riesgo la vida de ningún animal. ¿O sí?



martes, 1 de diciembre de 2015

LA HIJA DE SUPERMAN

A los doce años, Juliana y yo peleábamos mucho. Ella me vivía criticando  porque caminaba como una gama, porque no hablaba con nadie sino con ella y porque en clase me la pasaba echando globos y luego no entendía nada. Le gustaban los juegos que yo me inventaba pero luego también quería cambiarlos y a mí no me parecía. Pero no nos provocaba meternos con las otras niñas porque ellas ya hablaban de novios, de fiestas, de marcas de perfumes y de ropa y eso nos aburría. Así que estábamos atrapadas en una amistad tormentosa.
Una de esas tardes de pelea, yo me fui a llorar sola en una esquina de las canchas. Yo siempre he sido muy pudorosa con eso de llorar porque pienso que las lágrimas abruman a la otra gente y luego están preguntándote qué te pasa y después quieren averiguarte toda tu vida. Y mientras más hablas, más lloras, y mientras más lloras, más gente viene a preguntar lo mismo y se vuelve un efecto dominó de lágrimas, mocos y gente apiñada. Podrías fundar un culto con tanta gente pero ya el llanto no te deja ni hablar y tampoco te acuerdas por qué llorabas al comienzo.
Pero hay momentos en que pierdes ese pudor y simplemente te dejas llevar, dejas que todo lo asqueroso de tu nariz simplemente salga y se desparrame por tu cara. Yo había llegado a ese momento.
Y yo era tan impopular que raras veces lograba que se apiñaran más de cinco personas. No me alcanzaba para un culto. No me alcanzaba sino para una vaca para comprar una gaseosa litro. Esa tarde eran más o menos ese número de niñas. Todas desconocidas de otros cursos. Pero es curioso cómo la gente deja de hacer cualquier cosa que esté haciendo para ir a ver a la llorona o al llorón del momento. Si al momento de estar levantando un bus lleno de niños para que no se despeñe de un puente, Superman oyera a alguien llorando, dejaría caer el bus y correría a ver quién llora y a preguntarle con detalle toda su vida. Solo por eso sé que Superman no existe. De existir Superman, el mundo sería un superdesastre. Ahora lo sé, pero en esa época aun era muy ingenua.
Entonces entre este tumulto de cinco, se abre paso esta niña que nunca en mi vida había visto, pelo rojo desordenado, copete de Alf, ojos azules penetrantes, y me pregunta qué me pasa. Le cuento de mi amiga aún sin saber ni cómo se llama la entrometida. Le suelto todo el rollo, de cómo me critica por todo, de como intenta cambiar mis juegos y cómo me tiene de hastiada. Ella me dice la típica de que eres una persona valiosa y puedes encontrar a alguien mejor y la amistad no puede atar al otro. No me conocía. A duras penas le saqué el nombre y que estaba un curso más arriba que yo. Total, esta charla me dio coraje para ir y pedirle perdón a mi amiga y seguir en esa amistad sadomasoquista.
Al año siguiente, esa pelirroja de cabellos desordenados y ojos penetrantes había perdido el año y estaba en mi curso. Quisiera decir que se sentó a mi lado pero la verdad es que no me acuerdo. ¡Qué me voy a acordar!
Esta niña, a quien llamaré Martha, porque así se llamaba, al ver que yo seguía siendo amiga de Juliana, cuyo odio hacia ella yo había profesado en público frente a esa multitud de cinco personas, comenzó a acercarse a mí. Un día me llevó a un rincón en el patio de recreo y en medio del bosquecito que había, me confesó algo: Es que yo no soy de acá. Me refiero, de este planeta. Mi papá (redoble de tambores) es Superman.
Yo había conocido a sus papás hacía unos meses. Eran gente muy querida, yo había almorzado en su cocina y había visto La abeja Maya en su sala. Y el señor era un gordito, bajito y medio calvo de bigote... pero inmediatamente pensé, qué ingenioso. Seguramente como todo el mundo ha visto las películas, el disfraz de Clark Kent ya está muy manido, tenía que inventarse otra identidad. La de Carlos Gutiérrez me pareció, entonces, la más lógica. Supuse, en todo caso, que cuando salía a salvar al mundo, al ponerse su traje, se transformaba en el churro atlético alto y de cachumbito en la frente. Tenía que ser así. Martha me fue contando, recreo tras recreo (a veces en clase, lo que lo hacía subversivo) cómo bajo su casa en una cstaba el traje del señor, sus aditamentos, todo, y cómo en las noches, él, la esposa, Martha, la hermana, se ponían sus trajes, asumían sus verdaderas identidades y salían a patrullar por la Tierra y a salvar a la humanidad. Ella me decía que nadie podía saberlo, así que por supuesto Juliana quedaba fuera del paseo. Ella se comenzó a pasar buscándonos en los recreos y nosotros nos escondíamos para hablar de este mundo paralelo que yo estaba descubriendo. Recuerdo por ejemplo, una mañana que me mostró su bolsa de lápices, y me dijo: mira, la cremallera. ¿Ves ese tubito que tiene? En efecto había un pequeño cuerpo extraño agarrado a los dientes de la cremallera. Es un rastreador, me dijo. Así mi papá puede saber si estoy en peligro. Me preguntó si yo también quería uno, porque claro, por ser amiga de la superfamilia, yo también podía estar en la mira de los supervillanos. Así que se me llevó mi bolsa de lápices y al otro día me la trajo de vuelta. Pero al mirar la cremallera, aunque no le dije nada, el tal rastreador me pareció más bien un pedazo de cinta pegante alrededor de unos de los dientes. Me quedé callada porque en todo caso a los superhéroes es mejor tenerlos de amigos. Es tecnología alienígena, me dijo, te va a proteger.
Un día, recuerdo, era noche de brujas y me invitó a su casa. Me dijo que llevara una muda de ropa y mi pijama para quedarme a dormir allá porque tenía que contarme algo. Recuerdo que fui vestida de gitana, ella con un traje de superchica pero maquillada como zombie (El amanecer de los muertos vivientes estaba de moda) y me dijo que eso era para que no la reconocieran. Esa noche salimos con su hermana dos años más pequeña, una prima de nuestra edad y un primito como de cinco años. Al primito le robaron la bolsa de dulces y yo intenté preguntarle por qué no iba volando a cascarle al ladrón pero ella me calló. Nosotros volvimos a su casa por las calles mojadas porque había llovido, el barrio inundado con los alaridos de rabia del niño, y yo desconcertada por la actitud de mi amiga.
Después de arreglar entre las dos el sofá cama donde yo iba a dormir, Martha me pasó unas revistas de superhéroes y me dijo: he hablado con mi papá y me ha dicho que tú también eres de procedencia alienígena. Que eres uno de nosotros pero que no te acuerdas. Y que como no te acuerdas de nada, hay que despertar de nuevo tus superpoderes. Y me mostró una página del cómic donde salía una muchacha con el pelo blanco y me dijo: ésta eres tú. Espera instrucciones. Yo, claro, quedé en tremendo shock, y entre ese estado y la pregunta de por qué había dejado que le robaran los dulces al primito, me salió decirle otra cosa: tenemos que decirle a Juliana toda la verdad porque no es justo que ella se quede sola en los recreos. Así que al otro día pasaron dos cosas. Le dijimos todo a Juliana y Martha me llevó un papelito doblado el mil. Juliana no nos creyó una sola palabra y nos lo hizo saber, a lo que Martha me dijo después por teléfono que eso era envidia porque ella había sabido, con eso, que ella era una simple mortal y que no tenía los superpoderes que nosotros teníamos, y sobre el papelito, me hizo prometer que no lo abriría sino hasta llegar a mi casa y que tampoco podía mostrarle su contenido a nadie. Así lo hice. Decía algo como esto: Esperar a que sean las 6 de la tarde. Saltar dieciséis veces. Subir y bajar las escaleras dieciséis veces. Tomarse seis vasos de leche fría. Ahí intentar volar. Seguí las instrucciones. Al pie de la letra. Los saltos se sintieron normales. La subida y bajada de escaleras, un poco ridículo además de cansador. Ya cuando hacía las últimás cinco veces comenzó a darme bazo. Ni hablar del dolor de estómago cuando me tomé el primer vaso de leche. Creo que al segundo estaba por claudicar pero entendí que tenía que terminar el ritual. Me los tomé todos pero al final, además de rebote, llenura y muchos gases, no pasó nada. La llamé preocupada. Qué raro, me dijo. Deberías al menos sentir una sensación de liviandad. No, le dije, sólo siento ganas de hacer chichí y de vomitar al mismo tiempo. Esto es grave, me dijo, estás más bloqueada de lo que pensábamos. Vamos a discutirlo y te contamos. al colgar me quedé pensando que había perdido mis superpoderes para siempre y que no podría acompañar a mi amiga a salvar al mundo. Llamé a Juliana, le conté todo, lloré, colgué para ir al baño y la volví a llamar, ya llorando sólo por la preocupación, y ella, en vez de compadecerse, me preguntó si estaba segura de que todo ese rollo de extraterrestres y superhéroes sí era verdad. Comenzamos a atar cabos. Recordé la cinta pegante en la bolsa de lápices, el ladrón de dulces de la otra noche, comparamos lo que contaban los cómics con la realidad. ¿Por qué en la realidad nunca salia superman en las noticias? ¿O alguno de los otros? Nos pusimos de acuerdo en pedirle que nos mostrara alguno de sus superpoderes. Al otro día, en el recreo, lo hicimos. Ella no hizo nada. Primero nos dijo que tenía que proteger su identidad. Pero luego le dijimos que no tenía que ser volar o utilizar su visión láser, que podía ser mover algo pequeño con la mente, algo no tan notorio. Ella se quedó callada. Juliana la cogió a mansalva, la increpó, le dijo que era una falta de respeto cómo se había aprovechado de mi credulidad, que no merecía ser nuestra amiga. Ella nos pidió perdón, aceptó que todo era mentira, que su papá era solamente el señor gordito, calvo y de bigote que habíamos conocido y que ningún miembro de su familia se ponía una trusa y una capa para salvar al mundo. Nunca nos dio explicaciones de por qué había inventado todo eso. Hasta el día de hoy me quedó la duda. Y la odié por un tiempo pero después seguimos siendo amigas. Hoy todavía lo somos. Tal vez ella al incluirme en ese mundo tan íntimo, y al hacerlo verosímil, creó un vínculo mucho más fuerte que el que hubiera creado alguien pragmático y sin imaginación. Hoy, cuando recordamos el tema, ella sólo se ríe (cuando le cantamos la tabla no se rió, sólo ahora), las dos nos reímos, sobre todo cuando recordamos esas ridículas instrucciones para aprender a volar y cómo me hicieron doler las tripas.



martes, 10 de noviembre de 2015

LA HISTORIA DEL EDÍPICO EDDIE PO

“Edipo y la Esfinge", François Émile Ehrmann (1903)


Hace muchos, pero muchos... días, El Rey de Tebas y su esposa, Yocasta, tuvieron un hermoso hijo. Edmonton. Era una mañana hermosa en aquella ciudad y mientras tomaban el café, don Rey se puso a leer El Espectador. Se aprestó a leer: “Tauro, hoy te espera una gran sorpresa. Geminis, ten cuidado con los hombres rubios. Cáncer, hoy es un excelente día para hacer negocios. Enciende muchas velas blancas". Se detuvo en Leo, que era el signo de su pequeño hijo. Y casi se atora cuando lee: tus padres deben tener cuidado, pues serás un incestuoso y un parricida. El rey siente una bolita que le sube y le baja, piensa que es su bilirrubina y decide que ya no quiere ser papá. Llamó a su psicoanalista Sigmundós Freudópolus, éste le dijo que su hijo sufriría el complejo, "de... ¿Cómo se llama su hijo? ¿Edmonton? Así se llamará el complejo". Y asi se llamó en un comienzo. Sigmundós Freudópolus le dijo que eso era normal, que todos los niños se enamoraban de sus madres, que a él también le había pasado. El rey pensó en su propia madre y no volvió a tocar a Yocasta. Pero también decidió regalar a su hijo al mejor postor. Perdón. Pastor. Así que se paró frente al castillo con su hijo sobre una mesa y un cartel que decía, όλα χίλια, es decir, todo a mil. Y a un pastor de ovejas que pasó, se lo vendió. El buen hombre llevaba una oveja y una gallina al hombro, ambas atadas por las patas, así que apenas le dieron el niño lo amarró tambien de las pezuñitas y se lo echó encima. El rey se quedó suspirando por la decisión que había tomado pero también preguntándose si no era que el campesino estaba mal de la vista.
El padre putativo del niño anduvo durante doce horas, una jornada laboral completa, y cuando se sintió abrumado con tanto peso a sus espaldas, decidió desamarrar a la oveja e ir tomándola de la mano mientras gallina y párvulo se balanceaban y entrechocaban y vomitaban alegremente en su espalda. Al llegar a su humilde rancha, los pies de la pobre criatura y los del niño estaban hinchados. La esposa apenas vio esto, tomo al niño y exclamó: ¿De donde salió esta... cosa? Parece un bebé. A lo que el hombre se mostró asombrado y le respondió que pensaba que le estaban vendiendo un salchichón cervecero. La mujer lo tomó de la cabuya y comenzó a darle vueltas por todos lados. Los pies del niño se habían hinchado tanto que lo hacían ver como un animalito de globito hecho por un payaso con parkinson. Le daba vueltas para un lado y otro y no veía dónde empezaba y dónde terminaba aquello. Hasta que le vio un lunar que decía: Este lado arriba. Y ahí supo que ésa era la cabeza. Lo desamarró, limpió el vómito, lo vistió y comenzó a pensar qué nombre le pondría. Ahí vio que el bebé, colgada al cuello, tenía una medalla de la virgen (una de las once mil) que por detrás decía “para Ed". Y como su esposo era de ascendencia china, de apellido Po, el niño se llamó Ed Po. Aunque algunos dicen que la familia en realidad había venido de Chile, pero ésta es una versión apócrifa. Cuentan que cuando Ed fue más grande fundó una ciudad, y la nombró como su madre, Lily Po. A los habitantes de dicha ciudad los llamaban lilipotienses.
En todo caso, con el tiempo al niño lo terminaron llamando Eddie Po. Aunque eso en griego sonaba demasiado parecido a “patinchao". Lo cual no distaba, por otro lado, de la forma como sus padres putativos lo habían conocido.
Y así creció el niño, viviendo esa vida bucólica y sencilla, entre pastores. Pero ocurrió que, de haber sido un patinchao, a medida que crecía se iba volviendo más un hinchapelotas. A las mujeres les desbarataba el tejido, en las noches le costaba dormirse así que se ponía a contar ovejas y al papá en la mañana le tocaba salir a buscarlas y volverlas a contar. La madre le dijo que debía hacer algún deporte y lo encontró jugando  al discóbolo con las gallinas. Ahí definitivamente le prohibieron la entrada a los corrales. No encontró mejor diversión que ir a medianoche al templo de Afrodita y hacerles el mohicano a las sacerdotisas mientras dormían, le hacía dreadlocks al hierofante en la cabeza y le esquilaba la barba, y a los niños les desprogramaba los nintendos. Llegó a ser tan odiado e irrespetado por su pueblo que un día lo declararon persona Unfollowed y le tocó irse. Para entonces ya tenía quince años.
Salió pues Ed con su mochila al hombro y el dolor en el pecho (además de un ojo morado que le dejaron de recuerdo) a caminar por los valles y los bosques, cuando una mañana, en medio del camino, se topó con un majestuoso, enorme animal. Mitológico. O en otras palabras, lo-que-podríamos-haber-extinguido-si-hubiera-existido. Una esfinge.
—Buenos días, viajero —le dijo solemne y su voz retumbó por millas a la redonda—. Si me contestas esta pre... ¿Eh? —se interrumpió la ancestral mujer al ver que el muchachito se estaba tratando de subir sobre su lomo—. ¿Qué haces, mocoso?
—¿Cuánto cobra por la hora?
—¿Cómo? —bufó el ser mitológico—. ¿Por quién me tomas?
—La hora de cabalgata —completó el muchacho, y seguía haciendo esfuerzos sobrenaturales por llegar a la cima de su lomo—. Nunca había visto un caballo tan grande. 
La esfinge lo tomó entre sus dientes con cuidado y lo puso frente a ella.
—Soy una esfinge, no un vulgar caballo —le dijo con el ceño fruncido —. Y sólo si contestas mi pregunta podrás pas... ¡Hey!
El niño se había acercado a su cara y le estaba jalando los bigotes.
—Qué dientes tan grandes tienes —le dijo asombrado.
—Creo que eso es de otro cuento, niño. ¿Pero me vas a responder la...? ¿Qué? ¿Qué estás mirando?
—Puedo ver dentro de tu nariz. Y creo que veo un moco.
La enorme esfinge se sentó sobre sus patas traseras y se rascó el hocico con una de las delanteras. Luego le acercó la cara.
—¿Ya?
—Ahora está en tu pata.
La esfinge se examinó y se lamió.
—Ahora sí, ponme cuidado muchachito.
—¿Nunca has sufrido de pulgas? —la volvió a interrumpir—. Apuesto a que son enormes.
La esfinge lo miró, sus ojos dos antorchas ardientes, posición de ataque, orejas hacia atrás, exposición de todos los dientes. Le resopló.
—¡Mocoso malcriado! ¡Cómo te atreves...!
El niño volteó la cabeza.
—Mira, ese camino parece llevar al mismo lado. Te vi —y salió corriendo. La esfinge rugió enfurecida pero cuando se le pasó la rabia, se dio cuenta de que había sido su error no hacerse en el cuello de la “Y" sino en una de sus divisiones. Así que colgó sus hábitos esfingiles y se enlistó en la escuela de grifos.
Así siguió caminando el joven, casi un día entero, hasta que se encontró subiendo una montaña. Era cada vez más escarpado el camino y de repente se encontró avanzando por un desfiladero. Era muy estrecho y sentía vértigo cuando miraba hacia abajo. De repente alzó la cabeza y se dio cuenta de que tenía en frente a un hombre mayor con ropas muy finas. A ambos les temblaban las piernas.
—Buenos días, joven. Mire, ésta es la situación. Yo necesito ir hacia allá —y señaló con la boca porque el desfiladero era tan estrecho que no permitía mucha gesticulación—. Soy el rey de este país y tengo un asunto muy importante que resolver. La única manera que tenemos para solucionar este impase es que usted se devuelva para que yo pueda pasar.
—No le aconsejo que pase. Vengo de allá y no se está perdiendo de nada. Hay una aldea de gente muy aburrida y regañona y un caballo muy grande que dijo llamarse dizque Extingue, que tiene mocos en la nariz y pulgas del tamaño de ovejas. Apuesto a que allá de donde usted viene hay cosas más interesantes qué hacer.
—Mire, niño. Mi hijo vive del otro lado de esta montaña y yo...
—Su hijo está bien, déjelo ser. No puede ser tan sobreprotector. Déjelo respirar, ¡por Zeus! Más bien nos vamos para allá y usted me presta su cédula para pedir unas cervezas —y lo empujó suavemente. El rey se resistió.
—No—dijo comenzando a impacientarse—. Debo decirle a mi hijo quién es y darle su derecho al trono.
—Sí —gruñó Eddie y aplicó un poco más de fuerza—. Yo quiero mucho una cerveza. Nadie me deja tomar cerveza en mi pueblo.
El suelo debajo de ellos comenzó a desmoronarse.
—Que no —insistio el rey—. Tengo que salvar mi matrimonio. Mi esposa me dijo que si no le devuelvo a su hijo voy a seguir durmiendo en el sofá.
—¡Quiero cerveza! —gritó el muchacho y zapateó. Un trozo grueso de roca se desprendió y cayó al vacío.
—¡Le ordeno que me deje pasar, o lo llevo preso! —dijo el hombre y zapateó más fuerte. Se desprendió un pedazo tan grande que él casi cae.
—Pues lléveme preso, con eso le toca devolverse de una vez —zapateó el adolescente. Al hacerlo casi se queda sin piso y le tocó avanzar.
—¿Ve lo que acaba de hacer? —vociferó el rey forzado a retroceder y tratando de no perder el equilibrio en la maniobra—. Me dejó sin posibilidades de seguir. Va a tocar devolveeee... —todo el pedazo de piso que lo sostenía se desprendió y se lo llevó abismo abajo. Ed tuvo que dar un salto descomunal hacia adelante porque todo el desfiladero se empezó a derrumbar a sus espaldas estilo Indiana Jones. Arrancó a correr llorando, temiendo por su vida y por su suerte.
—Al menos me hubiera dejado su cédula, viejo hijodeputa.
Todo polvoriento y cansado, logró descender hasta el pie de la montaña, y a la sombra de un árbol se acurrucó y lloró. De repente, su destino vino volando hacia él y lo golpeó en la cara. Sí. La sección del periódico llamada Su Destino. “Leo, matarás a tu padre y te casarás...". Dio vuelta a la hoja y vio que se trataba de los clasificados. Pensando que habría algún trabajo para él, se puso a leerlos. Hasta que vio: Mujer madura, dueña de todos los acres de la comarca, viudita y a la orden, busca joven soltero para relación estable y ver juntos el atardecer. Supuso que era la esposa del hombre a quien había visto suicidarse por accidente y occisarse. Pensó que los chismes vuelan, que él le haría y partió. Pensó que ella por fin iba a invitarlo a una cerveza. Encontró un arroyo, se bañó en él, luego buscó un Only, compró ropas nuevas y partió. Preguntando preguntando le respondieron mil veces: ¿Acaso está ciego? ¿Con lo grande que es el castillo y todavía no lo ve?
Al fin llegó, tocó el timbre y salió una mucama a abrirle.
—Vengo por el anuncio —le dijo, y ella, callada, lo llevó donde estaban las herramientas de jardinería. El joven se sintió confundido.
—Ah, es que a la reina le gustan los fetiches —dijo al fin. Ahora fue la mucama quien se sintió confundida.
—¿No venía por el anuncio de “se busca jardinero"?
—No, vengo por el “otro” anuncio, if you  know what I mean —y le guiñó el ojo.
La mucama lo llevó a la cocina.
—Ah, a la reina le gusta —y el mismo se interrumpió—. Déjeme adivinar. ¿También necesitan cocinero? —preguntó el joven.
—Sí, disculpe. Va a tener que ser más especifico. La reina está renovando personal y...
—Vengo por este anuncio —y le mostró el pedazo de periódico. La mucama pareció sonrojarse un momento.
—Aahhh... Oohh... Oh —concluyó, cada vez más perturbada, y lo condujo a la sala de espera. Le pasó una revista para que leyera y le pasó un turno. La música de Ray Coniff sonaba en los altavoces, luego sonó una de Richard Clayderman seguida por... Lo despertó un coro marcial de trompetas. Entraba la reina con... Ah, verdad que estamos en Grecia. ¿Nada de crinolinas, de corsés, de tafetán ni de canutillos? ¿No? Bueno. Venía dando saltitos en una túnica. Se le daba esto de dar saltitos. Se miraron y ella sin duda sintió algo raro. Pensó que era Cupido que la había flechado. Luego se dijo que esa punzada que le vino estaba muy abajo para ser obra de Cupido. Se respondió que claro, que si Cupido andaba a ciegas no tenía por qué tener puntería.  Entonces se preguntó si no era más bien su colon irritable o su SPM (síndrome pre menopáusico) pero después se dio cuenta de que el muchachito que tenía al frente se parecía mucho a su difunto esposo. (Siguiendo con el SPM, ella tenía 25 años para entonces pero hay que recordar que la expectativa de vida en esa época era mucho más baja y todo llegaba más pronto, y por si acaso, la jubilación también). Pensó en invitarlo a un milo caliente con galletas porque lo vio muy chiqui, pero él fue muy claro en que quería una cerveza (por si están haciendo cuentas, sí, lo había tenido a los 10, en esa época era normal). Así que le cumplió el deseo. Se enamoró de su energía, de su sencillez y le pareció kiut que fuera tan travieso y tan impertinente. Sobre todo, ignoró que la soledad es mala consejera y que su SPM la tenía muy hormonal, y en una semana se casó con él. Él no estuvo muy convencido. Las crisis de calor y de histeria no le cayeron muy en gracia. Y cuando le dijo que sólo quería verla bailar y meterle billetes de a mil entre el calzón para luego retozar un rato entre las sábanas, ella le dijo que a los menores de edad no les dejaban hacer eso, que la única manera era casándose con un adulto responsable. Que además, a ella le dijo que le parecía importante llegar virgen al matrimonio. El joven doncel no cayó en cuenta de que la cougar queen se estaba refiriendo a la virginidad de él, se compadeció por la crueldad del antiguo rey de dejar madurar a su mujer sin haberle hecho el favorcito nunca, y se sintió compasivo y paciente. Así pues, se casaron con bombos y platillos, y con muchos esclavos abanicándola para ayudarla con esos calores, y la primera noche hubo mucha sangre, que él pensó que era de ella y no le importó su propio dolor ni su hinchazón y quedó contento con su rol de amante.
Dos hijos después y varias idas a urgencias por peleas domésticas, la historia cuenta que nuestro Ed, ya más adulto y menos fastidioso, se da cuenta de que su esposa es en realidad su propia madre y se saca los ojos. Pero fue en realidad así: ella se quedó mirando una mañana la flamante nalga de su amante esposo, el lunar en forma del perfil de Hitchcock (por supuesto que no sabían quién era ese tipo porque no había nacido, pero lo llamaban el lunar Hitchcock y era propio de toda la familia real de Tebas por parte de madre), y por primera vez en toda su relación, la reina se puso los lentes. Ahí lo comparó con su propio lunar y exclamó, emocionada, asqueada: ¡Hijo! ¡Hijo mío! Él se volteó boca arriba y respondió: ¿De modo que no eras virgen? Y en esa discusión irreconciliable decidieron pedirse el divorcio, motivos incesto y desfloración previa. Y he aquí que entre los honorarios de su propio abogado y las demandas del abogado de su esposa-madre, a Eddie Po le arrancaron un ojo de la cara y luego el otro. Y así nuestro Ed quedó vagando, sin reino, sin ojos, sin plata, estudiando derecho y braille en una universidad pública, obsesionado por hacerle un estudio de ADN a cada mujer con quien salía y por verle la nalga a todas en la primera cita (tocarle... hacerse describir...). Así se quedó, señalado como un pervertido por todas las mujeres, segregado como un paria, soñando con que los habitantes del pueblo de su infancia le dieran #FF de nuevo, y una tarde mientras lloraba al pie de un árbol llegó volando una esfinge con máster en grifo y se lo comió.

sábado, 31 de octubre de 2015

Especial Halloween

El siguiente cuento, "Blatta", saldrá publicado el el libro Bestias, de mi autoría, que estará en las librerías a partir de noviembre del 2015. Apareció en la edición de Halloween de El Tiempo hace un par de días y quiero compartirlo con ustedes en esta fecha tan especial, que recuerda, por otro lado, el origen de nuestras culturas occidentales en un remoto pasado donde predominaba el pensamiento mágico, mítico y en últimas, sagrado.



A Blatta, los que están afuera, exiliados de su conciencia, la verán caminar sobre seis patas blandiendo alegre dos antenas largas. Pensarán que le encanta acariciar el piso con su panza alargada. Los darwinistas dirán que algo llamado evolución la ha forzado a ser así. La ciencia olvida que cuando la nada explotó, como un jarrón, todos los pedazos quedaron signados con un tamaño, una forma y una función. Todos los pedazos, si se ponen uno al lado del otro, volverán a coincidir. La forma de los linderos entre uno y otro no se dio de una forma práctica, sino de una forma creativa y sensible. Pues el mundo es uno solo; cada cual decide cómo adaptarse a él. 
Blatta es capaz de oler tus jabones desde lejos. Cuando no estás, sale de su escondite en el rincón de la alacena o a veces bajo el sifón de la cocina. Del intersticio de la caja registradora y de la báscula del mercado. El calor de tu televisión vieja la arrulla en las noches frías, aunque en realidad no le importa tanto el frío. Mientras duermes, roe tus pastillas de chocolate en la despensa, las cáscaras de fruta en tu basura, tus zapatos. Sus hermanas han estado en el matadero probando la sangre de las reses recién degolladas, en las bodegas del supermercado midiendo la circunferencia de las cebollas, empachándose entre las panelas, en los restaurantes lamiendo los cuchillos que deja el cocinero mientras responde el teléfono. Lo que las demás han visto, lo ha visto ella. No hay nada que las otras hagan y que ella no sepa. No hay nada que ella haga que sus hermanas no sepan. Si alguna sufre la parálisis progresiva que causan tus venenos, si alguna queda pegada en la goma de tus trampas y sufre la tortura interminable del hambre, todas las demás conocerán en ese mismo instante el olor y el sabor que empapa su muerte. Cada vez que aplastas a una, todas sufren el dolor. Ella y su raza han resistido tantos siglos como tú. Han conquistado los mismos parajes hostiles que tú. Han conseguido vadear las alturas. Los desiertos. Pero estas nimiedades no han sucedido por una razón práctica ni por adaptación, sino porque desde el comienzo ese fue su sentir. A la Conciencia, por otro lado, todo esto le es indiferente. 
Blatta había dedicado su vida a probar todas las sustancias que se le presentaran. Le gustaba el sabor agridulce de la piña cuando tomaba su tonalidad café. Emborracharse con los hongos del pan. Le gustaban más los de color rojo. Ir lamiendo los olores y deleitarse sabiendo que se hallaba cerca de la fuente. De las noches, lo mejor eran sus sueños clasificatorios. Consistían en agrupar los sabores y olores nuevos según su grado de fermentación, calificar los que le producían un malestar posterior como “cuidado, no comer” y los que le producían ese mareo agradable como “probar bajo su propio riesgo”. Aunque a veces esos sueños la llevaban a la muerte de sus antepasadas y conocía el sabor de los venenos que las habían matado. Despertaba agitada, volvía del horrendo sueño, la agonía. 
En las noches se juntaba con las otras en las cañerías a escuchar a las más ancianas hablar de lo importante que era seguir haciendo los bailes y los cantos. Ella no podía entender cómo, después de tantos cantos y bailes, su gente seguía muriendo. 
Blanca habitaba el pedazo del jarrón a un costado del pedazo llamado Blatta. Pero ella no amaba arrastrarse por el suelo ni tenía seis patas. En cambio, había aprendido otras artes. Leer. Los otros pedazos leen lo que el Universo escribe. Son capaces de predecir tormentas, huracanes, terremotos. Leer al amigo y al enemigo en el olor que dejan sus patas al pasar. Blanca, en cambio, había aprendido el arte de comunicarse con los muertos en lo que su especie llamaba libros. Ella leía todo que le pasaba por enfrente. Le gustaban los libros raros, los libros oscuros, los libros incunables, los que habían estado en las listas negras de las religiones. Andaba por las bibliotecas extendiendo sus palmas como si fueran narices frenéticas rastreando lo oculto. Ella sintió, desde antes de saber lo que era, el llamado del Señor Oscuro. Pero sabía que conocerlo exigiría todo sacrificio. Después de comer las vísceras crudas, almizcladas y llenas de excremento de un gato callejero, sintió que había llegado el momento. Sabía que el dios de la luz ofrecía la paz eterna y que el dios de las tinieblas ofrecía en cambio el placer y el conocimiento del mundo. Blanca no escogería la paz. Le era indiferente. Hasta el día en que se encontró con Blatta.
Para el extenso y variopinto pueblo de Blatta, nosotros somos percibidos como gigantescos insectos bípedos. Somos sus saurios. Ellas nos ven regodearnos en el sabor de los animales recién muertos. Saben que nos gusta cuando el sufrimiento de nuestra presa está cerca en el tiempo, aunque muchos de nosotros nos rehusemos a cazarlas con nuestros propios artilugios. Mientras más olvidado está el dolor, menos queremos comerlas. Ella pensaba que quizá por eso nosotros odiamos a su gente, porque prefieren comer la carne cuando ya está serena. Pero cuando se encontró con Blanca y probó su carne, aunque la muerte no había llegado, aunque su corazón latía y latía muy rápido, y aunque serenidad era lo que menos tenía, sintió de repente la urgencia de jugar con sus pedazos.
Blanca nunca le tuvo miedo a la muerte. La primera vez que sintió la presencia del Señor Oscuro, que fue en un supermercado, con el simple sonido chirriante de la llanta de un carrito cargado de verduras frescas y carnes embutidas, pensó que estaba lista para verlo de frente. Pensó que había perdido la capacidad de temer. O de sentir. Qué equivocada estaba. De todos modos, tenía un sueño, y ante la promesa de cumplírselo, sucumbió. Blanca quería ser bella y saberlo todo. Todo.
Blanca dibujó los signos en el piso con la sangre de una gallina negra. Dibujó con vísceras del gato negro que mató los cuatro portales y los cuatro pilares. Recitó las palabras que el Señor Oscuro le ha dictado en un sueño: Abro las puertas de la noche con la llave de la noche. Cruzo las puertas de la noche y bajo la larga escalera hacia la casa oscura. Todas las lámparas y las velas se apagaron. Los cuatro portales se iluminaron. De entre los signos en el suelo fue surgiendo una sombra. La sombra era de humo. Cuando Blanca terminó de recitar el conjuro, el fuego estalló. Fue quitándole, tira a tira, todas las zonas de su piel. Ella gritaba, rugía, aullaba, chillaba. Pero oía la voz de su Señor porque la voz venía de adentro, de su vientre: Contempla mi obra. Mira qué hermosa te he hecho. Mira qué sabia. Conoces ahora la esencia de la vida. Se miró la mano, roja de sangre, en carne viva, salpicada de coágulos que se iban formando y haciendo costra. Toda ella era un solo dolor. Agonía eterna sin la posibilidad de la muerte. Tan abismada estaba mirando su sangre y su carne sin piel que no advirtió la presencia de Blatta, que se había colado bajo la puerta y la observaba con las antenas largas.
Blatta se fue acercando con cautela y no pudo evitar las ganas de jugar con los pedazos. La carne de Blanca olía a tocino ahumado. Blatta se balanceaba sobre las tiras ya secas de esa epidermis tan diferente a la suya, tan parecida a las de las reses y los cerdos. Caminaba por entre riachuelos de todos los tonos de rojo. Desde el naranja aguado hasta el vinotinto y púrpura casi seco. Desde el oxigenado escarlata arterial hasta el espeso y sucio rojo de las venas. De vez en cuando sacaba la lengua, larga de un marrón lustroso, y saboreaba, y avanzaba porque comprobó que lo líquido se secaba más rápido de lo que había pensado. La pequeña cucaracha oyó los gemidos, las súplicas de Blanca, y nada pudo hacer.
Las dos se miraron. Blanca deseó ser Blatta. Deseó dejar de sentir dolor. Blatta se preguntó si Blanca acaso estaba cambiando de piel. Si estaba en la naturaleza de esos animales enormes el cambiar de piel como las serpientes.

martes, 27 de octubre de 2015

ODA ANTIPERISTÁLTICA

Pensar cómo el vómito puede ser una entidad viva. Un cuerpo cálido que puede en algún caso ocupar un tiempo y un espacio y por ende, poseer una energía determinada. E=MC². Olvidando su procedencia, lo que se siente al darlo a luz (eso es, un parto por otro conducto) o el olor (que no hay nada más sincero y hondo), pensémoslo como un animalito carente de cariño. Que si te lo encuentras en el asiento de un taxi, por ejemplo, hecho un pequeño estanque tibio, te va a buscar y a agarrar con cada molécula de su líquido ser y se va a querer pegar a ti. No es para menos: ha sido expulsado del vientre de su madre o de su padre, ha sido abandonado ahí, con total indolencia, y tú eres el primer ser humano que se topa después de tan arduo fenómeno, de esa venida al mundo frío y hostil del asiento.
Esa cosita ha venido envuelta en vapores de alcohol y en restos del pasado de su progenitor. Lo que él comió, pero mas allá, las sustancias que fueron liberadas con cada sensación y cada emoción que trajo el día. El amor, la tristeza, el deseo, la alegría. Todo eso liberó fragmentos de un universo que formó finalmente la quintaesencia de ese hijo malquerido. ¿Y quién se lo encuentra? Tú. Pero no, tú no aprecias eso. Tú lo repudias. Te sientes sucia, te sientes como cuando un perro te orina encima, cosa que resulta totalmente diferente, porque los orines del perro son una marca frentera de un dominio. Esta criatura, en cambio, está viva, posee ya una personalidad propia, diferente de aquélla de su creador. Pero tú no puedes separar una cosa de otra. Para ti es todo lo mismo. Tú de todos modos quieres limpiarlo, cercenar las células de esta maravilla que sólo quiere tu cariño. Y como vas para un evento y ya no alcanzas a ir a tu casa a cambiarte, te vas así, lo recibes, te lo llevas contigo, pero sintiéndote la más puerca, la más profanada, la más humillada. No sabes lo insensible que es eso, lo mucho que le duele a ese hijo que has adoptado tan de mala manera. Y sientes ese olor impregnado, emplastado en tu nariz todo el tiempo, aunque al llegar a tu destino te has metido al baño y te has limpiado tanto como has podido y te has sacado la mancha, "la mácula" de tu trasero. La criatura, hecha girones, mutilada, ha seguido ahí toda la noche, secándose, marchitándose poco a poco, aunque no se vea y aunque sólo tú insistas en percibir ese olor que te repugna. Y cuando llegas a tu casa, te quitas el pantalón, lo metes en gasolina, te das una ducha hirviente y escarificante con estropajo y clorox ... Lo has matado, hija de perra. Lo has matado y nunca sabrás lo que es verlo crecer.

lunes, 21 de septiembre de 2015

RITA

Rita reside en la biblioteca del colegio. Recorre a diario sus dominios, los pasillos que interconectan las casetas prefabricadas del colegio. De su vida pasada supe muy poco. Pero infiero que ha venido del Viejo Continente al finalizar la Segunda Guerra Mundial en una caja enorme y sellada.
Era enorme, de una obesidad terráquea en los senos y la panza, disimulada bajo faldas anchas y largas hasta abajo de las rodillas. Sus piernas eran gruesas y largas. Medía un metro ochenta, más o menos. Usaba sastres de lana burda y de colores pastel, blusas siempre blancas abotonadas hasta el cuello y mocacines de punta chata. Su pelo, alguna vez rubio o castaño claro, iba siempre corto y enrulado, como una promesa de french poodle que al ir de la frente hacia abajo concluía en una desilusión aterradora cuando uno se encontraba con sus ojos verdes, casi grises, casi blancos, redondos, venosos y saltones. Sus narinas eran afiladas, siempre erizadas y sus fauces permanecían en una mueca de incomodo. Narinas y comisuras se relajaban sólo cuando se hallaban frente a una niña rubia.
La biblioteca del colegio expelía un olor azufrado todo el día. Los cigarrillos que Rita mantenía apretados contra la comisura mantenían el nivel de alquitrán apropiado para sus pulmones. Los iba dejando consumir de forma distraida mientras hacía manualidades, con la Walkiria o alguna otra obra de Wagner al fondo. Si uno permanecía lo suficiente en la biblioteca, podía oír Die Nibelungen Lied completo.
Conocí a Rita al primero o segundo día de entrar al colegio, cuando yo tenía la diminuta edad de 6 años. Me sentó en sus piernas y aspiré su aura amarga con un fondo a salitre. Ella sostenía entre sus anchos, gruesos dedos de uñas rosado gris, un librito cuyas páginas eran de calcomanías de un personaje para mí desconocido: La conejita Mifi. Rita lo cerró de nuevo, lo hizo pasar frente a mis ojos, lentamente, y se lo dio sonriendo a otra niña. Me pregunté qué había que hacer para merecer un presente como ese, un souvenir de tierras lejanas. Las destinatarias de su cariño materializado en calcomanías y chocolatinas siempre eran otras niñas y con el tiempo me di cuenta de que siempre eran rubias. Pero ese día era aún muy temprano para saberlo, y menos para predecir la razón por la que Rita me había sentado en su regazo. No lo intui cuando el hedor de su aura se intensificó en mi nariz, cuando sentí su hálito en mi mejilla. La dureza de sus dientes ahorcando mi piel me tomó por sorpresa. Así fue como Rita me marcó. Desde entonces le temí a las bibliotecas.
La biblioteca del colegio era una cueva. La parte soleada estaba bajo el dintel de la puerta. El resto era penumbra llena de humo. Y en el fondo, bajo una lámpara egoísta, los ojos que a la luz parecían sin iris, sólo con dos pupilas negras y punzantes, el rojo del cigarrillo consumiéndose en el nacimiento de la humareda y sus manos gruesas, pintando. Rita hacia esténciles de Mifi y los coloreaba sin defectos. Usaba verdes, azules, casi ningún color cálido. De repente se alzaba como un sapo al acecho y gritaba algo con su voz ronca. ¿A quién? A alguna de sus asistentes. Las niñas de cabezas rubias se convertían en sus esclavas en los recreos, organizaban las enciclopedias, recibían los libros que devolvían y los clasificaban alfabéticamente. Una que otra vez, al entrar por alguna emergencia, las vi con sus caras obnubiladas por la promesa de un regalo. Una que otra vez vi entre ellas alguna cabeza amerindia o mestiza. Pero supongo que entre la penumbra y el humo, todas eran iguales ante los ojos de Rita.
Sobre la voz de Rita, durante mi vida escolar tuve varias hipótesis. La primera era que Rita era en realidad un hombre. La segunda, que era un alien. La tercera se me ocurrió hace muy pocos años, al pensar en ese timbre ronco, cascajoso y siempre forzado a sonar a decibeles altos. Cuando Rita hablaba era como oír a una Valkiria cantar con catarro. Al verla, era como ver al dragón de los Nibelungos.
Rita también era la profesora de cocina de los últimos cursos de la secundaria. Sabía deliciosas recetas europeas, como el apfel strudel, el escalope de ternera alla romana y las inolvidables nurembergalemburger o, simplemente, galletas de mantequilla. En una de sus clases, sentadas alrededor de una mesa, Rita hablaba de la receta y a mí se me quitaba el apetito. Costaba dejar de percibir su aura de fumadora, su mirada siempre al borde del regaño, su voz cascajosa y ronca, para imaginar el sabor y el olor del plato. Y en eso estaba, en tratar de concentrarme, cuando vi a mi lado, a dos amigas mías pasándose papelitos por debajo de la mesa, el texting de la época. De repente se hizo un silencio de ultratumba, el aire se llenó de espinas, el tiempo asustado se detuvo y se oyó la voz volcánica de Rita:
¿Qué están haciendo ustedes dos, agarrándose las manos por debajo de la mesa? Lo que nos faltaba, lesbianas en mi clase.
Teníamos entre doce y trece años. Éramos hijas de los setenta. Estábamos en la prehistoria del internet. Nos quedamos calladas, mi cabeza no pudo seguir concentrándose en la receta y cuando salimos de la clase comenzamos a especular las tres lo que era una lesbiana, si una traficante de papeles de contrabando, una ladrona o simplemente alguien obsesionado con agarrarle las manos a la gente.
Hoy, cuando la gente me pregunta qué me marcó más durante mi infancia, no puedo dejar de pensar en Rita, ni de tocarme el cachete.


martes, 1 de septiembre de 2015

ANIMAL (publicado en "Los cuentos del Café Flor")

(Basado en "Animal" de Maroon 5 y "Paparazzi" de Lady Gaga)



Difileia Gray no estaba en el Café Flor. Yo llevaba casi una hora detrás de los matorrales en la calle del frente y ya me había cosido todos los dedos de la mano con hilo verde cuando me di cuenta de que ella no iba a llegar. La última puntada me salió con sangre. Odio cuando eso pasa. ¿No es horrible? Me gusta cuando las puntadas salen limpias. Cuando la aguja sólo atraviesa la primera capita de la piel :'(

Pero esa última puntada me ensució el hermoso verde lima del hilo que había comprado especialmente para esa tarde, porque lo noté a él.

Su cara se me hizo familiar. Estaba casi segura de haberlo visto antes fotografiando a Difileia. Quizá la vez que volé a Miami a verla asolearse en la playa. O baxteich en su último concierto. Hasta entonces, para mí ella era el ser humano más hermoso de toda la Tierra ^_^. Me encantaba oír su voz angelical entretejiéndose con la guturalidad de Thor Lichtenstein y la desfachatez de la guitarra de Bjorn Svensen.
Me sabía la obra completa, vida y milagros de Difileia. Desde ese ingenuo álbum navideño que sacó a los cinco años mezclado por su mamá en un estudio casero, pasando por la banda punk Peppersnuff y terminando en los diez años y cinco albums que llevaba como solista. De cada vestido que se ponía en los videos, tengo una copia hecha por mí. Están en mi closet, cuando quieras venir a verlas. El del cisne que llevó a los óscares, el de la jaula-falda de metal y hasta el de carne. Aunque ese no es de carne verdadera sino de filetes de tela pintados a mano. Sé, por ejemplo que su nombre viene de la Diphylleia Grayi, una flor que, cuando se moja, sus pétalos se vuelven transparentes, como de vidrio.
Asistí puntual a todas nuestras citas y siempre le enviaba una postal hecha a mano que decía: “El club de fans de Difileia Gray, sección Colombia, te desea suerte en tu concierto” y muchas caritas felices y katrinas y caritas guiñando el ojo con la lengua hacia arriba que era su sello. Ella no tenía por qué saber que yo era la presidenta pero también la única miembro (¿miembra?) del club. A ninguna de mis amigas les gustaba Gray. La verdad es que casi no tengo amigas. A veces llamo a un par de números al azar en el celular a ver quién me contesta cuando me canso de oír las voces en el televisor.
Pero esa tarde, al otro lado de la calle del Café Flor, mientras el hilo que zurcía mis dedos se teñía de vinotinto, volteé a verlo a él, con su conjunto hipster de jeans y camiseta negra, con su cámara profesional y sus doctor Martin... cuando pasó la obnubilación que siento siempre que conozco a un individuo vivo por primera vez, pensé que quizá ese podía ser el segundo ser humano más hermoso de la Tierra. Quería hablarle. Pedirle aunque fuera la hora. Pero no soy muy buena hablando con la gente. Soy mejor hablando con mis Sims o con mis habitantes de las ciudades de Zeus. O con Mario. ¡Salta, gordito! ¡Salta! Con él soy muy sucinta y sólo le hablo en imperativo. Aunque él termine haciendo lo que se le da la gana. Así son los hombres.
Luego me lo volví a encontrar en la rueda de prensa que dio en el Hotel Tequendama, a la que me colé falsificando una escarapela del diario Tempo. Estaba a varias sillas de distancia por la misma fila. ¿Se pueden imaginar? Una coincidencia muy de Matrix. O de Star Wars. Tipo, oh, sí, voy a rescatar a Leia y no sé que ella es mi propia hermana. Es tan injusto y todo eso. Ah sí, porque yo soy más vintage, como..., amo las tres primeras. Cronológicamente. Dah.
Y ahora Difileia hablaba y hablaba y yo no le estaba poniendo ni cinco de atención. Lo estaba viendo a él. Antes me arrastraba hasta la primera fila cuando nadie me veía, o me colaba en su camerino y le tomaba una foto y luego me fotochopiaba a su lado haciendo una mueca como..., mi amiga Difileia y yo somos muy locas! :):):) Pero ese día sólo pensaba en tomarle una foto a él y fotochopiarlo para que quedara en zunga y con la chocolatina. Porque así me lo imaginé. Nunca he visto a un hombre desnudo en persona, sólo por torrent. Alguna vez tuve un amigo con deberes. Porque esos no eran derechos. A él le vi de la cintura para arriba y él sí me vio toda desnuda. Sí, a eso me refiero, ríete lo que quieras. O no, quédate callada, como prefieras. Pero lo peor fue que ahí llegó su mamá y ni siquiera me tocó :(.
No me considero fea, sólo creo que el mundo de los computadores me va mejor que el mundo de los seres humanos. Siempre me pasan esas cosas T-T.
El caso fue que después de esa conferencia de prensa me puse a seguirlo. Y le anoté el nombre. Ramón. Ramón Algazara. También me pillé el nombre de la revista donde trabaja, lo feisbuquié, lo frendié, les puse laix en todas sus fotos y encontré una donde salía la placa de su casa. Ahora todos los días me paro desde temprano en la esquina de su edificio y espero a que salga. Me subo con él al transmilenio, así esté lleno. Estoy haciendo un estudio de su cara todas las mañanas para ver cómo es su biorritmo. Quiero saber si hay un patrón en su estado de ánimo para poder anticipar cuándo será el momento más propicio para abordarlo y hacerme, primero, su amiga, luego, si San Neo quiere, su novia. Y luego, por ahí en un año o dos, hacer que me pida matrimonio. No debe ser difícil. Es sólo cuestión de escribir una lista de las cosas que hacen las protagonistas de las comedias románticas para que el galán se les arrodille y les saque el anillo.
Por eso hago una foto todas las mañanas y otra todas las noches mientras duerme. Encontré una manera de meterme al garaje cuando el último carro del día llega y subir por las escaleras hasta su apartamento. Son cinco pisos pero mi Ramón lo vale. Sé que él está enamorado de Difileia, cuando vamos a las ruedas de prensa puedo ver sus ojos. Pero yo lo entiendo, yo también la amé en un momento. Por eso sé que seré una novia ejemplar, ultra abierta, cero celos. Que podremos ir a sus conciertos, porque aunque ya no la amo, puedo entender que él sí lo haga. Ella es una mujer maravillosa.

Hace un par de noches lo esperé afuera de la revista. Lo seguí a un bar donde fue con los compañeros de trabajo. Ahí se peleó con la novia. Es tan típico de él cuando está estresado... los recortes en el trabajo lo tienen pegado al techo. Conseguí cruzarme con él y ponerle un rufi en el trago. No fue nada planeado, no me malentiendas. Pero conseguí que él se fuera de ahí y cayera profundo en su cama. Y fue la primera vez que dormimos juntos. Sé lo que estás pensando pero no fue nada cochino. Sólo esperé el tiempo prudencial para seguir el mismo camino de siempre, pero con la copia que tengo de su llave, entré y me acosté a su lado. Dormimos abrazados. Desde entonces supe que él era el hombre con quien quería estar. ¿Has sentido eso tú? ¿Cómo me dijiste que te llamabas? ¿Aló? ¿¿Te has quedado dormida??

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Reportaje de la HJCK.

lunes, 17 de agosto de 2015

LA MARCA DEL AMOR


Cuando tenía 3 años tuve mi primer grupo de amigos, recogí mi primer chicle de un cenicero y conocí el amor.

Se llamaba Juan Carlos. Como era el hijo de la directora del jardín, se creía el dueño de la manada. Iba a estudiar cuando quería, se podía dar el lujo de usar hebillas en el pelo y seguiría siendo cool. Todas las niñas entre los dos y los cinco años, incluso las de la salacuna, apenas podían caminar, querían seguirlo. El era un bonzai de James Bond. Recuerdo que tenía la piel trigueña y el pelo castaño cobrizo. Era ligeramente dientón pero eso le daba cierto sexappeal. Siempre que leo Mafalda, Felipe me recuerda a él.
Él era mayor que casi todas, y eso le añadía caché. Todas veíamos cómo abrazaba a una y a otra, cómo se hacía llamar novio de una y de otra, cómo se escabullía en la mitad de un juego de escondidas en una piñata para robarle un beso a alguna incauta. Yo era muy tímida, me mantenía observando todo desde la distancia.
Mi mamá era muy amiga de la directora, íbamos bastante a su casa, tomábamos el té con ella, recuerdo que tenía un apartamento muy bonito lleno de antigüedades. Recuerdo los muebles, los colores. Y el biombo. Sobre todo eso.
Una tarde fuimos a su casa. A esa edad, niños y niñas no suelen jugar juntos. Pero seguro yo ya tenía la fama de, después de haber pasado mis dos primeros años del kinder sola, tener mi propio grupo en que el 80% eran varones. Seguro eso movió a Juan Carlos, al menos en un comienzo, a jugar conmigo. Lo que no recuerdo es en qué momento el juego se transformó. Me preguntó si quería jugar al papá y la mamá. ¿Y qué hacen los papás y las mamás?, le pregunté, con la falta de conocimiento propia de esa edad. Ven, déjame mostrarme, me respondió, y me llevó tras ese biombo que dividía la zona social de las alcobas. Ahí me agarró por el brazo y sólo recuerdo que me acercó la cara, pegó su boca a la mía y... me mordió. Tan duro que grité, mi mamá y la mamá de él se dieron cuenta, nos encontraron detrás del biombo, él con cara de culpa, yo llorando, la visita se acabó, nos fuimos en un taxi, yo con mi labio palpitando, sin entender muy bién qué era lo que había pasado tras ese biombo, cuál era el objeto de inflamarle a uno un pedazo de la cara. Nada placentero. Todavía recuerdo a mi mamá poniéndome hielo en el labio que tardó como tres días en volver a la normalidad, y preguntándome cómo me había dejado morder de ese niño. Sin embargo, aunque a partir de esa tarde preferí mantenerme a una distancia prudente de los dientes de él, aun hoy, cada vez que recuerdo ese momento, a pesar de que permanece la sensación de desconcierto, la sobrepasa el sentimiento de haber sido... elegida. De haber sido marcada por Juan Carlos, el niño más cool del jardín. 

martes, 28 de julio de 2015

PEDRO

Desde el momento en que a Pedro no pudieron encontrarle la vena para tomarle la muestra de sangre, se preocupó. La verdad, ya venía bastante inquieto desde que se subió al taxi al no poder dar la dirección. Simplemente no le salieron las palabras. No era que las hubiera olvidado, pero su garganta solo quería gruñir. Le tocó abrir la puerta del carro en movimiento y saltar.
El electrocardiógrafo no registró pulso, los doctores pensaron que la máquina se había dañado. Pero Pedro venía con muchos problemas. La apariencia de su piel, cianótica, poco flexible, fría. El hematoma a lo largo de toda la espalda. Las articulaciones y los músculos que se le iban endureciendo a medida que pasaban las horas. Los ojos que a cada minuto le servían menos para ver. Señor, qué siente, le preguntó el médico general cuando lo recibió. Pedro sólo gruñó con desaprobación. No pudo contarle la historia que comenzó tan graciosa con una pérdida del equilibrio.
El reflejo rotuliano no le funcionó. Y ahí comenzó la chorrera de exámenes. Nadie podía explicarse nada. Y él tampoco los podía ayudar. Recordaba todo. La gotera. La traída de la escalera. El resbalón. Pero las palabras no le salían. Y la mandíbula se le estaba endureciendo.
Cuando le palparon el abdomen y lo auscultaron, no se oía nada. Tal como había pasado con su corazón. Lo mandaron para ecografía. Los médicos y los técnicos intercambiaban silencios y miradas consternadas. Sus órganos se estaban necrosando. Y él no se veía bien. Especulaban si estaban frente a una nueva enfermedad.
Casi por deporte, por morbo quizá, pero sobre todo, porque se encontraban abrumados, le ordenaron un TAC cerebral. Había irrigación en el cerebelo y en el bulbo pero en el cerebro apenas sí se veían ríos endebles. El interior de su cabeza se parecía más a los paisajes desérticos de Marte que a algo orgánico.
Pedro olía muy mal. Él lo sabía. Lo sentía. El olfato se le había agudizado. Oler su propia inmundicia era una tortura. Intentó explicarles que su accidente había ocurrido ya hacía seis horas. Que había quedado inconsciente y que lo primero que había pensado al abrir los ojos era que, antes de intentar arrancarse de la cabeza el rastrillo de jardinería, debía ir a un hospital. Ahí todavía era capaz de razonar. Pero a medida que el sol bajaba hacia el poniente, le costaba más trabajo. Al final sólo podía pensar en que le estaba dando mucha hambre pero que no quería empanadas como cuando se despertó, ni carne asada, sino llanamente carne.
Le pedían que caminara de aquí para allá y de allá para acullá y lo observaban. Habían dejado de burlarse del caminado de otros desde la primaria pero esto... no, no era para risas. Ver a un hombre con una herramienta clavada en la cabeza, cubierto de sangre, caminando a duras penas como si fuera un tullido, no era motivo de burla... ¿O sí?

Cuando ya se hacía oscuro afuera, por primera vez a un hombre de blanco se le ocurrió decir lo que los demás callaban: pero si este hombre está muerto. Casi al mismo tiempo, a Pedro le dieron ganas de morderlo. Como lo había hecho esa rata en el tejado esa mañana. Esa rata que ahora que lo pensaba no se veía muy viva cuando, aparecida de la nada, le clavó los dientes, lo hizo perder el equilibrio y caer de semejante altura sobre el rastrillo.

viernes, 17 de julio de 2015

HOMENAJE A UN ANTROPÓFAGO

Creo firmemente que no se puede hablar de gore, mucho menos de gore místico, sin mencionar el término antropofagia. Y no se puede hablar de antropofagia sin hablar de América. Me refiero, claro, a la sana costumbre de algunos grupos indígenas de nuestro continente, que evitaban la acumulativa y antihigiénica (infrahumana por demás) maña de encerrar a los enemigos (o criminales, entiéndase como se quiera), y la reemplazaban por la práctica, buena para épocas de escasez y sana costumbre de comérselos. Si lo vemos desde ese punto de vista, los precolombinos tenían un enorme sentido práctico: andaban desnudos, o ligeros de ropa, se agrupaban hasta cien personas en una sola casa, no incurrían en gastos innecesarios como comprar carros, tener internet, viajar en aviones o comprar comida en supermercados. Ellos no eran bobos, seguramente se les había ocurrido todo eso, pero su sensatez evitaba que lo llevaran a la práctica, porque preferían mantener un bajo perfil y ser ahorrativos. Eran tan ahorrativos que si alguien desconocido pasaba más cerca de su bohío que una danta, pues no lo pensaban, lo echaban a la olla. Eran tiempos difíciles.
Las recetas de muchas comunidades americanas (y hablo de la América que va de Alaska hasta la Patagónica) involucraban masas cocinadas "al hoyo" y/o envueltas en hojas de algo. Cuando ellos se comían a sus enemigos, los envolvían también, es casi seguro. Cuando llegaron los españoles, los prefirieron porque ya venían envueltos así que les ahorraban el trabajo. Sólo cambiaba el envoltorio, y el sabor adquiría una sazón que les resultó interesante. Así nació la carne al trapo.
A esta caracteristica práctica de los indígenas aludía Oswald de Andrade en los años 20 cuando escribió, en el calor tropical del Brasil, el manifesto antropófago. Pero, poniéndonos serios (no crean nada de lo que está antes de este párrafo), este movimiento se originó en 1928 con el cuadro que Tarsila do Amaral le regaló a su esposo para su cumpleaños: El “Abaporu” que significa en tupí “el hombre que come”.

Abaporu


Su esposo, Oswald de Andrade, como respuesta a este regalo, escribió el mencionado manifiesto, e inició una revolución a nivel artístico, intelectual, en fin, cultural, que pervive hasta nuestros días en el hermano país. Quizá la consigna que sintetiza el manifiesto es “Tupí or not tupí, that is the question”. Y como tupí se define: lo indígena, lo antropófago, lo desnudo. Lo desnudo como franqueza y la antropofagia como la necesidad de dejar atrás las imitaciones maniqueas de los escritores y de, en cambio, devorar, sí, todos los buenos libros que producen los europeos, pero regurgitarlos (así lo dice, no estoy inventando) en una escritura original, autóctona.

El movimiento antropófago brasileño fue precursor en nuestro vecino país, de movimientos como el tropicalismo, de los años 60. Y es aquí donde entra un cantante muy importante para dicho movimiento y a quien quisiera hacer homenaje. O, para ser más precisa, quiero hacerle homenaje a un homenaje que otra cantante le hizo. El cantante es Caetano Veloso y quien lo homenajea es Adriana Calcanhotto, nacida como artista en los años 90. Y la canción se llama  “Vamos comer Caetano” ("comámonos a Caetano"). Como se ve, el mismo título es antropófago. Y lo homenajea ni solo por las raíces antropófagas de Veloso sino porque, más concretamente, él había compuesto una canción llamada "Vamo comê" (vamos a comer) donde el cantautor bahiano en compañía de Luiz Melodia, en 1988, comienza hablando de comer "feijão" (frijol) y "farinha" (harina de yuca) y termina incitando al publico a comer "João" y "Maria" en un sentido erótico.




Adriana toma esta canción para homenajear a Veloso y la transforma en "Vamos comer Caetano".

Esta es la canción con la letra traducida al español:



Vamos a Comernos a Caetano

Vamos a comernos a Caetano
Vamos a disfrutarlo
Vamos a comernos a Caetano
Vamos a comenzarlo

Vamos a comernos a Caetano
Vamos a devorarlo
Deglutirlo, masticarlo,
Vamos a lamer la lengua

Queremos bacalao
queremos sardina
El hombre de Palo Brasil
El hombre de Paulita
Desollado por bacantes
En un espectáculo
Banqueteémonos
Orden y orgía
En la súper bacanal
Carne y carnaval

Por lo obvio
Por el incesto
Vamos a comernos a Caetano
Por la frente
Por el verso
Vamos a comerlo crudo

Vamos a comernos a Caetano
Vamos a comenzarlo
Vamos a comernos a Caetano
Vamos a revelarnos (desnudos)

La canción es un homenaje a varios ritmos afrobrasileros, combinados con sonidos electrónicos, y voces y gritos. Dichas voces, hay que anotar, pertenecen a fragmentos de canciones de Caetano Veloso.
Adriana incita al público, a los fans, con un insistente "vamos", a devorar a Caetano, el ídolo. Y menciona a las bacantes, las sacerdotisas del dios Baco. Ellas, aunque no eran antropófagas, comí sí lo eran los cíclopes, desollaban animales pequeños y se los comían crudos en las bacanales. Pero ellas, con ese acto mamívoro (me lo acabo de inventar y no, no siginifca comerse a la mamá, sino comer mamíferos), homenajeaban el mito que decía que el dios Baco, dios del vino, había sido devorado por sus ancestros, los titanes (esos sí que eran antropófagos... o deífagos que sería "los que comen dioses", porque los dioses no eran... bueno, ustedes entienden el punto). No olvidemos el famoso cuadro de Goya, "Saturno devorando a un hijo".

"Saturno devorando a un hijo" de Francisco de Goya.

Ese "vamos" de Adriana, incita a la multitud a participar del banquete, como si hubiera para todos. Es como si el cuerpo de Caetano se expandiera, se convirtiera en la imagen de la abundancia, del alimento sin límites. Como el cuerpo del dios devorado por sus hijos, sus criaturas. Por eso dice "por lo obvio, por el incesto, vamos a comernos a Caetano". Es un incesto sexual, es digestivo pero también es intelectual en el sentido que le daba de Andrade.
Por otro lado, durante la canción vemos versos como: “Orden y orgía / En la súper bacanal / Carne y carnaval”, que no hay verbos, sólo sustantivos, contrario a lo que diría el filósofo guatemalteco, "Jesús es verbo, no sustantivo". La autora no sólo nos dice de frente que vayamos a comernos a Caetano; también nos lo da como una especie de mensaje subliminal: se "come" parte de la oración para reiterar sus deseos caníbales.
Cuando hablamos especificamente del verso que dice “Orden y orgía”, Calcanhotto parodia el lema inscrito en la bandera brasileña que es: “orden y progreso”. Esa transformación tal vez se deba a lo que dice de Andrade en el manifiesto antropófago. Para los antropófagos la fecha clave es el 11 de octubre de 1492, porque ese fue el último día de la antropofagia, de la desnudez, de la verdad; el último día de la Edad de Oro como de Andrade lo llama. Así que ese verso quizá nos diga, Brasil debería devolverse a esa era, a ese día, antes de la llegada de Colón.

En conclusión y para resumir, Caetano, de estirpe antropófaga, se devoró la cultura reinante de su país, y transformó el “orden y progreso” de la bandera en un “orden y orgía”. Con esta canción, la cantante nos dice que por ese lugar que el bahiano rebelde se ganó en su país (deberíamos adoptarlo en el nuestro y dejarnos influenciar por sus ideas juveniles), Veloso debe ser devorado, disfrutado, saboreado, por sus hijos. La canción, entonces, es una arenga. No de guerra sino de carnaval, de bacanal, de fiesta. y somos nosotros, los oyentes-lectores, los responsables de llevar a cabo la acción. Esta canción es un himno antropófago que nos insta a todos a devorar conocimiento, vida, experiencia, y regurgitarlo todo creativamente en algo nuevo y único. Y al resto del mundo le dice, hay que comer Caetano, sí, pero también, hay que comer Brasil, hay que comer América.

domingo, 21 de junio de 2015

ESPECIAL DÍA DEL PADRE

Nunca he creído en estos ritualismos humanos. Y sin embargo llevo tantos años caminando entre ellos, que llegan a afectarme. Tengo un novio que es padre aunque casi nunca puede ver a su hijo. Tuve un ser que fue responsable por mi concepción pero que no es mi padre. Tuve una madre que hizo también de padre. Y tuve sobre todo un abuelo que fue un padre. Lo que él hizo en la vida es circunstancial. Lo que él hizo en los corazones de la gente pervivirá por generaciones. Y lo que hizo en mi corazón anula la ilusión del tiempo.
Yo creo que uno puede escoger a su padre. Su padre como alguien en quien se puede apoyar cuando todo flaquea y se hunde, alguien que no necesariamente a través de palabras sino de actos le enseña a uno a sumar y restar: sumar amigos, restar traiciones. Porque en eso consiste al fin de cuentas el sobrevivir, el vivir y el pervivir.
Mi abuelo me enseñó que las ideas dejan de ser tontas cuando alguien las comparte con uno. Y que cuando suficientes personas las comparten, pasan a ser ideales. Que cuando una idea apunta hacia el bien de una sola persona, puede ser un sueño, pero cuando apunta hacia el bien de muchas se puede convertir en un movimiento, una teoría, una ideología. Y cuando esa idea quiere ir a los orígenes y a la identidad de todo un continente, cada vez más corazones se abren para recibirla y trasciende generaciones y países y partidos políticos. Así le pasó a mi abuelo, así les pasó a los abuelos y bisabuelos de muchos. En el caso del mío, la idea que lo movió fue el americanismo. Yo creo que no se puede celebrar el día del padre sin honrar a los padres que un día se preguntaron quiénes éramos nosotros, los americanos; por qué teníamos que querernos. Sí, dije americanos. Así decía él, mi abuelo, que americanos éramos todos, desde Alaska hasta la Patagonia.
Este es un mero recorderis de lo que significa ser padre desde un punto de vista social y humanista. Ser padre no significa solamente engendrar un hijo en medio de un reguetón muy apretado. Ser padre es también ser semilla de una idea, de un ideal, de una ideología. No sólo inocular material genético en otro ser humano sino también y sobre todo, inocular material intelectual y espiritual en un grupo de seres humanos. Ser padre es no dejar a un lado el oficio de preguntarse. Ese oficio que comienza cuando se es aún niño y que no debe terminar nunca. Eso lo aprendí de mi abuelo.

martes, 16 de junio de 2015

ELIZABETH (Publicado en "Cuentos del Café Flor")



"Primavera y verano" de Alfons Mucha



Juan Mario me abrió la puerta del auto. Yo demoré el acto de erguirme afuera para poder mirar bien la fachada del Café Flor. Había pasado tantas veces por el frente pero, como era tan difícil reservar ahí, nunca me había ocupado demasiado en detallarlo. La entrada, con sinuosas enredaderas en metal negro y arriba del dintel, al estilo Tiffanys, el letrero: Café Flor. Y arriba de eso, un enorme ventanal. Descansaba su peso en un solo pie bajo una túnica blanca medio transparente. Tenía una mano sobre los labios en perpetua actitud de estar guardando un secreto mientras la otra se recogía el vestido en un gesto casi de pudor. Su pelo, rojo encendido como el de la esposa de Dante Gabriel Rossetti se desprendía de una moña pícara y sensual hecha con el mismo cabello y caía en bucles entrelazados con flores. Detras de la cabeza relucía una aureola dorada que representaba los rayos del sol. Me dije que de seguro era una de las esculturas del dueño. El primo de mi novio. Eso sonó en mi mente con orgullo. Aunque me pregunté por qué sólo una escultura y por qué no había nada del otro lado del ventanal. Digo, no soy artista ni nada por el estilo pero me pareció que quedaba cojo, incompleto el diseño.
Juan Mario me dio la mano, a la antigua, de éstos quedan pocos, me dije, y le sonreí. Llevaba un tiempo de estar lanzándole miradas coquetas de mi escritorio al suyo cuando por fin me paró bolas. Como andaba con la modelo esa, tan displicente, no miraba para ningún lado. Luego vino la muerte de ella, algo repentino, devastador para él, pero pasados unos meses por fin se había fijado en mí. Llevábamos casi un año saliendo cuando me dijo que él era primo del dueño del Café Flor, que nos había conseguido una reservación. El primo. El artista excéntrico y misterioso que había diseñado y decorado el Café Flor. Yo salté de la silla cuando lo oí por el teléfono. 
No andábamos muy bien por esos días. Él era tranquilo pero yo andaba en una racha de mal humor, no sé si por cambios hormonales o por el estrés que me estaba generando el nuevo jefe, un español muy intransigente que además, en eso concordaba con las otras abogadas del bufete, embestía a todas las mujeres con reclamos cargados de machismo y de misoginia que nuestros colegas hombres no notaban. El caso era que con Juan Mario habíamos tenido una pelea tras otra en ese último mes y él, aunque no me lo decía, tal vez era por eso que andaba tan distante. Cuando me llamó para invitarme, no sólo me emocioné porque era el Café Flor sino por la invitación en sí. 
Ahora paseaba mis ojos por el pasamanos que subía hasta el café, situado en el segundo piso de la construcción. Desde el primer escalón se respiraba un art nouveau exquisito que lo transportaba a uno a principios del siglo pasado. El pasamanos era de una madera amarilla, lacada, lo sostenían finos barrotes de metal negro cuyas aristas se iban girando hasta llegar a la base. Los atravesaba de una forma delicada una enredadera también en negro con hojas estilizadas, botones y pequeñas flores. Al llegar a la segunda planta, Juan Mario me dijo, entusiasta, "henos aquí". 
Estábamos ante un salón grande y bien iluminado. Vi unas pocas parejas sentadas a las mesas que parecían como de jardín, con los mismos diseños de la escalera. Giré mi cabeza hacia la izquierda y noté un cuartico más íntimo con un ventanal que, me di cuenta, daba hacia la calle. Alcancé a ver contra la ventana, de espaldas, lo que desde afuera había visto de frente. La escultura tipo Mucha. Juan Mario me jaló del brazo, suave, como él sabía hacerlo, y me indicó que nuestra mesa nos esperaba en el salón. 
Recuerdo que nos sentamos, que pedimos las onces "Café Flor", que como decía el menú, venían con diez tipos distintos de bizcochuelos y de galletas diminutas de sal y dulce, de sabores y diseños que el chef cambiaba cada día, acompañados de café, té o chocolate caliente. Recuerdo a Juan Mario hablándome de cosas de trabajo sin parar. Recuerdo, ahora que lo pienso, que la gente en las otras mesas me miraba con una mezcla de curiosidad, reverencia y compasión. Entonces, no sé de dónde, Juan Mario sacó una caja como de torta y me la dio. Era de un almacén carísimo de ropa femenina. Al abrirla, rebosó de tules blancos. Pensé en la muchacha que había visto antes. Juan Mario me dijo que me fuera al baño y me lo pusiera. "¿Ahora?", recuerdo haber preguntado. Él asintió y yo partí. 
Recuerdo haberme mirado en el espejo con un vestido exactamente como el de la chica que había visto y ver mi cara entre agradecida y extrañada. Tengo la impresión de haber vuelto a la mesa y haberme comido varios bocadillos. Sé que aunque me parecieron deliciosos, me dejaron en la boca un sabor a remedio. Después los recuerdos se fragmentan como papel desleído. No sé si me dormí o me desmayé, pero en mis oídos aún retumban cantos de voces graves en una habitación en penumbras, velones encendidos, una cruz vuelta al revés, Juan Mario en traje de franciscano pero negro, el primo dueño del café a quien había visto en las páginas sociales, también de franciscano... frío. Luego era como despertarme en medio de una operación con los médicos hablando entre ellos. Por momentos obtenía más lucidez y mi mente conseguía aferrarse a las palabras: vena femoral. Catéter. Drenar. Baño. Luna de Sangre. Vino. Incluso pude identificar frases completas: la Obra está lista. Gracias, hermano Juan Mario por esta sangre joven. El Príncipe estará satisfecho. Después, una sensación extraña en la pierna y un adormecimiento que no puedo evitar. Cuando logro abrir los ojos, estoy a unos metros de ella, la muchacha de cabellos rojos que había visto. Un olor nauseabundo nos envuelve. Siento que algo me sostiene de pie, metálico. Me aprieta la pelvis, la cintura, me comprime el pecho, me cierra la garganta, me hace doler las sienes. Los músculos no responden. Mis brazos se cruzan sobre mi pecho aprisionadas por alambres finísimos pero fuertes. Cuando logro voltearme hacia ella, un poco con la cabeza, otro tanto con los ojos, me doy cuenta de que el soporte pasa por detrás de mi cráneo. Se me cierran los ojos pero alcanzo a notar, debajo de su túnica, apenas visible, y debajo de sus bucles, que la ciñe el mismo soporte metálico y que la pose que había encontrado tan real, tan viva, había sido lograda igual que conmigo, con alambres. En ella no hay más vida que la que el escultor había simulado. Ella está lívida. Sus pupilas apuntan hacia la ventana, grandes y secas. Su mandíbula se mantiene cerrada con una trabilla. Veo en el reflejo del vidrio que mi pelo también está salpicado de flores y que detrás de mi cabeza hay una aureola con una luna plateada. Tengo tanto sueño que no me quedan fuerzas para odiar a Juan Mario ni al Café Flor. Pienso en la esposa de Dante Gabriel Rossetti. Me angustia morir sin poder recordar su nombre. Sobre todo porque persiste en mi memoria La muerte de Ofelia.

"La muerte de Ofelia" de John Everett Millais

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