domingo, 21 de junio de 2015

ESPECIAL DÍA DEL PADRE

Nunca he creído en estos ritualismos humanos. Y sin embargo llevo tantos años caminando entre ellos, que llegan a afectarme. Tengo un novio que es padre aunque casi nunca puede ver a su hijo. Tuve un ser que fue responsable por mi concepción pero que no es mi padre. Tuve una madre que hizo también de padre. Y tuve sobre todo un abuelo que fue un padre. Lo que él hizo en la vida es circunstancial. Lo que él hizo en los corazones de la gente pervivirá por generaciones. Y lo que hizo en mi corazón anula la ilusión del tiempo.
Yo creo que uno puede escoger a su padre. Su padre como alguien en quien se puede apoyar cuando todo flaquea y se hunde, alguien que no necesariamente a través de palabras sino de actos le enseña a uno a sumar y restar: sumar amigos, restar traiciones. Porque en eso consiste al fin de cuentas el sobrevivir, el vivir y el pervivir.
Mi abuelo me enseñó que las ideas dejan de ser tontas cuando alguien las comparte con uno. Y que cuando suficientes personas las comparten, pasan a ser ideales. Que cuando una idea apunta hacia el bien de una sola persona, puede ser un sueño, pero cuando apunta hacia el bien de muchas se puede convertir en un movimiento, una teoría, una ideología. Y cuando esa idea quiere ir a los orígenes y a la identidad de todo un continente, cada vez más corazones se abren para recibirla y trasciende generaciones y países y partidos políticos. Así le pasó a mi abuelo, así les pasó a los abuelos y bisabuelos de muchos. En el caso del mío, la idea que lo movió fue el americanismo. Yo creo que no se puede celebrar el día del padre sin honrar a los padres que un día se preguntaron quiénes éramos nosotros, los americanos; por qué teníamos que querernos. Sí, dije americanos. Así decía él, mi abuelo, que americanos éramos todos, desde Alaska hasta la Patagonia.
Este es un mero recorderis de lo que significa ser padre desde un punto de vista social y humanista. Ser padre no significa solamente engendrar un hijo en medio de un reguetón muy apretado. Ser padre es también ser semilla de una idea, de un ideal, de una ideología. No sólo inocular material genético en otro ser humano sino también y sobre todo, inocular material intelectual y espiritual en un grupo de seres humanos. Ser padre es no dejar a un lado el oficio de preguntarse. Ese oficio que comienza cuando se es aún niño y que no debe terminar nunca. Eso lo aprendí de mi abuelo.

martes, 16 de junio de 2015

ELIZABETH (Publicado en "Cuentos del Café Flor")



"Primavera y verano" de Alfons Mucha



Juan Mario me abrió la puerta del auto. Yo demoré el acto de erguirme afuera para poder mirar bien la fachada del Café Flor. Había pasado tantas veces por el frente pero, como era tan difícil reservar ahí, nunca me había ocupado demasiado en detallarlo. La entrada, con sinuosas enredaderas en metal negro y arriba del dintel, al estilo Tiffanys, el letrero: Café Flor. Y arriba de eso, un enorme ventanal. Descansaba su peso en un solo pie bajo una túnica blanca medio transparente. Tenía una mano sobre los labios en perpetua actitud de estar guardando un secreto mientras la otra se recogía el vestido en un gesto casi de pudor. Su pelo, rojo encendido como el de la esposa de Dante Gabriel Rossetti se desprendía de una moña pícara y sensual hecha con el mismo cabello y caía en bucles entrelazados con flores. Detras de la cabeza relucía una aureola dorada que representaba los rayos del sol. Me dije que de seguro era una de las esculturas del dueño. El primo de mi novio. Eso sonó en mi mente con orgullo. Aunque me pregunté por qué sólo una escultura y por qué no había nada del otro lado del ventanal. Digo, no soy artista ni nada por el estilo pero me pareció que quedaba cojo, incompleto el diseño.
Juan Mario me dio la mano, a la antigua, de éstos quedan pocos, me dije, y le sonreí. Llevaba un tiempo de estar lanzándole miradas coquetas de mi escritorio al suyo cuando por fin me paró bolas. Como andaba con la modelo esa, tan displicente, no miraba para ningún lado. Luego vino la muerte de ella, algo repentino, devastador para él, pero pasados unos meses por fin se había fijado en mí. Llevábamos casi un año saliendo cuando me dijo que él era primo del dueño del Café Flor, que nos había conseguido una reservación. El primo. El artista excéntrico y misterioso que había diseñado y decorado el Café Flor. Yo salté de la silla cuando lo oí por el teléfono. 
No andábamos muy bien por esos días. Él era tranquilo pero yo andaba en una racha de mal humor, no sé si por cambios hormonales o por el estrés que me estaba generando el nuevo jefe, un español muy intransigente que además, en eso concordaba con las otras abogadas del bufete, embestía a todas las mujeres con reclamos cargados de machismo y de misoginia que nuestros colegas hombres no notaban. El caso era que con Juan Mario habíamos tenido una pelea tras otra en ese último mes y él, aunque no me lo decía, tal vez era por eso que andaba tan distante. Cuando me llamó para invitarme, no sólo me emocioné porque era el Café Flor sino por la invitación en sí. 
Ahora paseaba mis ojos por el pasamanos que subía hasta el café, situado en el segundo piso de la construcción. Desde el primer escalón se respiraba un art nouveau exquisito que lo transportaba a uno a principios del siglo pasado. El pasamanos era de una madera amarilla, lacada, lo sostenían finos barrotes de metal negro cuyas aristas se iban girando hasta llegar a la base. Los atravesaba de una forma delicada una enredadera también en negro con hojas estilizadas, botones y pequeñas flores. Al llegar a la segunda planta, Juan Mario me dijo, entusiasta, "henos aquí". 
Estábamos ante un salón grande y bien iluminado. Vi unas pocas parejas sentadas a las mesas que parecían como de jardín, con los mismos diseños de la escalera. Giré mi cabeza hacia la izquierda y noté un cuartico más íntimo con un ventanal que, me di cuenta, daba hacia la calle. Alcancé a ver contra la ventana, de espaldas, lo que desde afuera había visto de frente. La escultura tipo Mucha. Juan Mario me jaló del brazo, suave, como él sabía hacerlo, y me indicó que nuestra mesa nos esperaba en el salón. 
Recuerdo que nos sentamos, que pedimos las onces "Café Flor", que como decía el menú, venían con diez tipos distintos de bizcochuelos y de galletas diminutas de sal y dulce, de sabores y diseños que el chef cambiaba cada día, acompañados de café, té o chocolate caliente. Recuerdo a Juan Mario hablándome de cosas de trabajo sin parar. Recuerdo, ahora que lo pienso, que la gente en las otras mesas me miraba con una mezcla de curiosidad, reverencia y compasión. Entonces, no sé de dónde, Juan Mario sacó una caja como de torta y me la dio. Era de un almacén carísimo de ropa femenina. Al abrirla, rebosó de tules blancos. Pensé en la muchacha que había visto antes. Juan Mario me dijo que me fuera al baño y me lo pusiera. "¿Ahora?", recuerdo haber preguntado. Él asintió y yo partí. 
Recuerdo haberme mirado en el espejo con un vestido exactamente como el de la chica que había visto y ver mi cara entre agradecida y extrañada. Tengo la impresión de haber vuelto a la mesa y haberme comido varios bocadillos. Sé que aunque me parecieron deliciosos, me dejaron en la boca un sabor a remedio. Después los recuerdos se fragmentan como papel desleído. No sé si me dormí o me desmayé, pero en mis oídos aún retumban cantos de voces graves en una habitación en penumbras, velones encendidos, una cruz vuelta al revés, Juan Mario en traje de franciscano pero negro, el primo dueño del café a quien había visto en las páginas sociales, también de franciscano... frío. Luego era como despertarme en medio de una operación con los médicos hablando entre ellos. Por momentos obtenía más lucidez y mi mente conseguía aferrarse a las palabras: vena femoral. Catéter. Drenar. Baño. Luna de Sangre. Vino. Incluso pude identificar frases completas: la Obra está lista. Gracias, hermano Juan Mario por esta sangre joven. El Príncipe estará satisfecho. Después, una sensación extraña en la pierna y un adormecimiento que no puedo evitar. Cuando logro abrir los ojos, estoy a unos metros de ella, la muchacha de cabellos rojos que había visto. Un olor nauseabundo nos envuelve. Siento que algo me sostiene de pie, metálico. Me aprieta la pelvis, la cintura, me comprime el pecho, me cierra la garganta, me hace doler las sienes. Los músculos no responden. Mis brazos se cruzan sobre mi pecho aprisionadas por alambres finísimos pero fuertes. Cuando logro voltearme hacia ella, un poco con la cabeza, otro tanto con los ojos, me doy cuenta de que el soporte pasa por detrás de mi cráneo. Se me cierran los ojos pero alcanzo a notar, debajo de su túnica, apenas visible, y debajo de sus bucles, que la ciñe el mismo soporte metálico y que la pose que había encontrado tan real, tan viva, había sido lograda igual que conmigo, con alambres. En ella no hay más vida que la que el escultor había simulado. Ella está lívida. Sus pupilas apuntan hacia la ventana, grandes y secas. Su mandíbula se mantiene cerrada con una trabilla. Veo en el reflejo del vidrio que mi pelo también está salpicado de flores y que detrás de mi cabeza hay una aureola con una luna plateada. Tengo tanto sueño que no me quedan fuerzas para odiar a Juan Mario ni al Café Flor. Pienso en la esposa de Dante Gabriel Rossetti. Me angustia morir sin poder recordar su nombre. Sobre todo porque persiste en mi memoria La muerte de Ofelia.

"La muerte de Ofelia" de John Everett Millais

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Reportaje en la HJCK.

miércoles, 3 de junio de 2015

CRÓNICA DE UNA CARCAJADA. DEL PASTELAZO AL KOAN.





"La risa, remedio infalible", rezaba en la tarjeta que me regaló una compañera de colegio hace ya bastantes años y que al abrirla dejaba salir volando una mariposa negra impulsada por un caucho. Tenía doce años cuando el mundo de las bromas se abrió ante mis ojos, exactamente en la época en que llegaron las casas de bromas a Bogotá, por allá a mitades de los milnovechento-ochenta. Ahí vendían desde el muñeco musculoso que orinaba en tu cara, pasando por los chicles-trampa y terminando en sofisticaciones como la mosca en el vaso o el vaso con hoyos.
Esta mañana estaba revisando el término paradoja como un mind game basado en teorías donde la matemática retaba la lógica de la mente por decirlo así, como los grabados de Escher. Y descubrí que hay un aspecto del humor, o de las bromas, que causa risa basándose en paradojas.
El famoso slapstick o pastelazo tan popular en la comedia gringa es gracioso porque a los seres humanos nos gusta reírnos de la desgracia ajena, pero hay algunas rutinas que son paradojas, como la famosa que involucra dos albañiles y una escalera, y que cuando uno se voltea con la escalera al hombro para un lado, el otro resulta golpeado. Ahí es cuando uno dice, ¿cuáles son las probabilidades de que eso ocurra en la realidad? Lo más curioso es que de hecho en la realidad eso puede pasar. Hay "pastelazos" que definitivamente retan la lógica. Como en "The Funniest Vídeos" donde un hombre puede saltar por encima de un carrito de golf y quedar colgado del calzoncillo, un lanzador de disco puede convertirse en lanzado, un jinete convertirse en montura. Cosas que si no se ven, no se creen.
También tenemos los juegos de palabras. Chistes como el de "en eñta eñquina el de moño ñojo y en eñta ota eñ demoño ñojo" o ese donde un sacerdote después de años de estudiar mucho la Biblia, comparar traducciones y aprender arameo, se echa a reír y exclama: "Ah! ¡ 'Sed libres', no 'célibes' !". O esos que juegan con la imagen y que rayan (¿rallan?) en lo absurdo como el de: " ¿Cuántos elefantes caben en un wolkswagen? Cinco, dos adelante y tres atrás" con la secuela que es: "¿Cómo se sabe que los cinco elefantes están en una fiesta? Porque está el wolkswagen parqueado afuera".
Es quizá el mismo principio del koan y el mondo, del zen chino. Aunque en éstos la intención era, claro está, diferente. Sin embargo, eso no se puede negar, hay mucho humor en ellos. Como cuando el discípulo le pregunta al maestro cuál fue la ultima enseñanza de Buda y éste le responde: "te lo diré pero primero tienes que hincarte en el suelo frente a su estatua". Y cuando el discípulo lo hace, el maestro le pega una tremenda patada en el culo, el alumno no puede dejar de reírse y ahí alcanza la iluminación.
O ese otro en que el discípulo pregunta: maestro, ¿tiene un perro la misma naturaleza de Buda?, y el maestro le responde: ¡wu!, que significa a la vez la onomatopeya del ladrido y la palabra "no". Esta palabra, wu, por otro lado, es el eje del zen, filosofía ocupada en negarlo todo. De una forma dulce, pero implacable.
La historia zen que me parece la más notable de todas, es la que cuenta que un maestro quiere dejar un sucesor para que dirija el monasterio y habiendo reunido a todos sus discípulos al rededor de un jarrón, lanza la pregunta: "sin decir 'esto es un jarrón', definan lo que tienen en frente de una forma sabia y profunda". Y después de un largo silencio, quizá de días, pasó el cocinero, se tropezó con el jarrón, que, claro, olvidé mencionar que era de la dinastía Ming o algo así, y lo rompió, lo cual enfureció a todos los monjes porque había roto una antigüedad. Pero agradó mucho al maestro porque había roto una antigüedad. Y le agradó tanto que le dio a él la dirección del monasterio.
El zen es el súmmum de la comedia. Le da a la risa el estatus de ejercicio religioso. Como dice el filósofo español, " casi una experiencia religiosa". Hablamos de Enrique Iglesias, por supuesto. El zen, podría decirse, es aprender a reírse de todo, hasta de sí mismo (cosa en verdad difícil) y cuando uno llega a ese punto, llega al Nirvana.
Lo que hay que resaltar ahora que tocamos este tema, es la manera como la ciencia occidental siempre llega a las mismas conclusiones que las filosofías orientales y americanas (amerindias) con miles de años de retraso. Los indios (de la India) habían llegado a determinar el tiempo que se demora la galaxia en darle vuelta al universo, en los Vedas, que se escribieron hace cinco mil años. Y los chinos llegaron a decir que la risa era un instrumento poderosísimo para el ser humano en el siglo sexto mientras los europeos eran una mano de pueblitos que peleaban entre sí (no quiero ser insistente pero hay que decir que de nuevo los budistas en... La India... ya lo habían dicho hace dos mil seiscientos, mientras los griegos estaban peleando contra los persas). Hasta ahora descubrimos, de este lado del planeta, que la risa es provechosa porque aumenta las conexiones sinápticas y la producción de endorfinas, lo que propicia un desarrollo de la inteligencia lúdica, la cual, a su vez, permite una mayor plasticidad del cerebro en procesos cognitivos. Los científicos están muy orgullosos por haber encontrado la forma de utilizar todas esas palabras juntas en una sola frase.
No entiendo por qué hay gente que se escandaliza con el zen por usar esas palabras "raras", como nirvana, maya, chakras. Algunos las consideran satánicas, otros las encuentran ridículas. Yo pienso en todos esos términos científicos nuestros y siento que... Bueno, por un lado, tanto que insistieron en que había que centrarse en ser racionales para ser mejores que los demás, pero eso sólo los ha hecho "descubrir" lo que el resto del mundo ya sabía. Por otro lado, siento que toda la palabrería que resultó de esa locura racionalista está desperdiciada (y ojalá que siga así). Que a alguien podría ocurrírsele salir a matar gente con sólo un megáfono y un libro de términos médicos (que, por favor, díganme si no son de espanto: esternocletomastoideo, teratoma, seno paranasal, falangeta, líquido cefalorraquídeo...). De no tener uno de estos, el villano en cuestión podría recurrir a un diccionario de figuras literarias (hipérbaton, epanadiplosis, asíndeton, analepsis, retruécano). Pero en fin. Que viva la falta de inventiva de los villanos.
Volviendo al tema y ya para despedirme por ahora, mi consejo es: sé feliz. Y cuando te digo eso no es para pegarte de mala gana un smiley en tu solapa y que me des una moneda. Es porque tus neuronas bajo el sahasrara mejoran las conexiones sinápticas, activan tus otros chakras, producen endorfinas, reducen síndromes psicopatológicos y psicosomáticos referentes al maya, te hacen más resistente al karma y te acercan al nirvana.