lunes, 11 de enero de 2016

LITTLE WONDER - En homenaje a David Bowie

Este cuento lo escribí hace la friolera de veinte años, al ver el vídeo que le da nombre, del cantautor británico. Y lo quiero porque fue por esos años que supe de David Bowie. Hoy quiero compartirlo con ustedes para celebrar la vida subversiva y caníbal de este gran músico. Su actitud critica hacia la humanidad fue fundamental en la construcción de mi novela Rojo Sombra. La creación de mundos a través de la música y de la actuación siempre será un ejemplo para mí. Hasta siempre, David.

(Música sugerida de fondo: Little Wonder, he aquí el video)

Esa mañana cuando abrí el armario me encontré una pierna. No tenía señas de haber sido arrancada, sólo estaba ahí, moviendo levemente sus dedos, como cansada de esperar. Qué hacía ahí, decidí no responder esa pregunta. No había mucho tiempo para pensar. Iba tarde a la universidad. Luego, cuando me estaba duchando, me encontré una mano colgada de la llave del agua fría. Ahí empecé a inquietarme. Pero tenía que vestirme.
Ya había olvidado ese par de incidentes cuando me subí al bus, pues al fin de cuentas cuando uno se encuentra en el borde entre el sueño y la vigilia, las cosas pueden confundirse y adquirir rasgos de fantasía.
Ahora me encontraba compartiendo un poco de catatonia con los demás pasajeros —es lo único que se puede compartir con los congéneres en una ciudad como ésta— y tratando de que mi subconsciente no se intoxicara con tan fuerte dosis de vallenatos y de música romántica. Cuando, no sé de dónde, cayó algo sobre mis piernas. Era un dedo.
Miré para todos lados para ver si alguien lo había olvidado, pero sólo encontré más catatonia, más de aquella tierna imbecilidad en las miradas de las gentes que dormían de pie como simios domesticados en un vagón de tren de circo. Como no encontré respuesta y no supe qué más hacer con el dedo en cuestión, decidí guardarlo en mi maleta y abrirme paso hacia la puerta trasera. Ya estaba cerca al paradero.
Cuando iba pasando frente a la cafetería mis tripas me hicieron recordar que no había desayunado. Entré y compré un café y un sándwich —con hambre te comes cualquier porquería— le eché dos cubos de azúcar, lo revolví y la cuchara salió más pesada. Sobre ella,  un ojo. Azul, perfectamente redondo, se volteó hacia mí y me miró, no sé si fijamente o era porque no tenía párpado. En ese momento fue cuando empecé a sospechar que ya eran demasiadas coincidencias para tan temprana hora del día, que algo estaba pasando. Saqué el dedo de la maleta y lo puse al lado del ojo, para establecer algún tipo de comparación, si es que era posible entre órganos tan disímiles. El ojo no le quitó la mirada hasta que los volví a guardar a ambos.
En ese momento ya no me sentía bien; necesitaba hablar con alguien. Desde un teléfono público intenté llamar a una de mis amigas, pero el teléfono se tragó mi moneda. Le di un golpe pero no hubo moneda; en cambio, salieron cinco dientes blancos ¿Quién podría ser el despistado o despistada que estaba dejando partes suyas por toda la ciudad? ¿Acaso era una llamada de auxilio? ¿Acaso era más pobre que Hansel y Grethel, que no tenía siquiera pan para dejar un rastro? Ahí no había clase ni parcial que valiera. En ese momento todo se había ido al carajo, y yo andaba por las calles,… buscando.
Como a las dos horas, cansada y mareada de tanto mirar hacia el suelo, cogí un bus hacia mi casa. Y cuando caminaba por el corredor para buscar un puesto, oí que alguien gritaba. No, no era un alguien sino un algo. Una boca. Pisoteada y llena de polvo yacía debajo de un asiento, aunque yo no pude entender lo que decía. Balbucía, más bien. Al mirarla deduje que le faltaban algunos dientes, y pensé que los que yo había encontrado en el teléfono podían pertenecerle. La recogí suavemente y la metí en un bolsillo de la maleta, diferente al lugar donde había metido el resto, pues me preocupaba que mordiera a los otros. Como no hacía más que gritar...

La cara era definitivamente de un hombre. De un hombre joven y apuesto a decir verdad. La encontré con el ojo que faltaba, la nariz y una oreja, camino hacia mi casa, al pie de un árbol. La salvé de que algún perro se le orinara encima, o que la cogiera de hueso prestado. La otra oreja la encontré colgada de la puerta de la casa, el tronco me había llegado esa mañana con el correo cuidadosamente envuelto, y la mano restante con cuatro dedos me esperaba cómodamente recostada contra un racimo de uvas en un frutero de la cocina. La otra pierna estaba en la nevera. En una semana ya tenía todas las piezas y las había armado como a un rompecabezas tridimensional y vivo. El que las había perdido, era, como ya lo había visto, un hombre. Un hermoso hombre. Cuando lo hube completado, todas sus partes se calmaron. Él dormía.
Entonces lenta, perezosamente, abrió los ojos. Me miró un instante en el cual lo vi angelical y perfecto. Abrió la boca y tomó aire mientras yo observaba, como relojero, el modo, la velocidad, la sincronicidad con que movía cada músculo de su cara. Me preguntaba qué tenía que decirme después de quién sabe cuánto tiempo de estar disperso. Pero no me dijo nada. Sólo soltó un gruñido fuerte, grave y desgarrado, que le deformó cara. Lo que tenía al fondo de sus ojos no era humano. Era aberrante. Aproveché la torpeza de sus miembros, sus partes desacostumbradas a obrar al unísono, desencajé cada dedo, cada órgano, con la destreza que pude a pesar del temblor que me poseía al ver su cara deformarse con sus gruñidos bestiales, y luché contra su boca que no dejaba de gruñir hasta que logré arrancarla, luego le saqué los ojos con una cuchara y logré desatornillarle el cráneo. Cuando tuve todas esas piezas sobre el suelo, algunas aún moviéndose, otras quietas, pasmadas, mi corazón quedó latiendo fuerte por un rato y me dejé poseer por la sensación de que todo ese tiempo que gasté para reunir, para componer, ese montón de partes, había sido en vano, y que quizá había habido una persona antes que yo a quien le había pasado lo mismo, encontrarse con un adefesio vivo, perfecto pero aberrante. Lo primero que se me ocurrió fue enterrarlo en algún lugar lejos de mi casa. Pero la idea de que esas piezas volvieran a juntarse para formar de nuevo esa monstruosidad me produjo escalofríos. Por otro lado, me di cuenta de que había en mí una vaga esperanza de que alguien, algún día, lo armaría de forma correcta, de que encontraría esa parte que le faltaba, que lo haría hablar y razonar. Aún sentía un vacío indecible y una pregunta vasta y ácida de quién lo había creado o de dónde había salido, se albergaba en mi estómago mientras metía todo en bolsas de basura y volvía a esparcir el centenar de partes por toda la ciudad.

1995

2 comentarios:

  1. Gabi, me encanta leerte, esta historia me encanta, la siento cargada de una perdida, de melancolía pero a la vez de terror.
    Saludos

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  2. Gracias Curisuchan. Qué bueno que te gustó. Abrazos.

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